EL LIBRO DE LOS PRESAGIOS – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL

Caminé por las calles, sí por las calles. Las aceras estaban copadas por kioscos donde gentes que hasta ayer se ocultaban, vendían y comprobaban cualquier cosa.

Tomé por la avenida que conduce al centro de la ciudad. La senda izquierda estaba cerrada al tránsito de vehículos: con las gentes, los kioscos, las cafeterías y restaurantes improvisados, bastaba. La senda derecha estaba abierta a la circulación de autos y afines, pero los choferes apenas conseguían avanzar entre ruegos, gritos y maldiciones. Sucede que ciertos imaginativos peatones habían descubierto que los objetos pueden ser utilizados con fines diferentes para los que fueron concebidos y, en consecuencia, se detenían en medio de la calle, saludaban a algún conocido, brindaban y hasta conversaban un rato sobre algún asunto cualquiera.

Avancé un par de cuadras hasta el punto donde termina la autorización para el tránsito de vehículos y ambas sendas se destinan exclusivamente para el disfrute de las personas. En ese sitio está ubicada la bien llamada Plaza de la Juventud. Miré mi reloj y no me hizo falta ver la hora: en una orilla del tumulto estaba Amael. Nos saludamos como hermanos.

Decidimos penetrar la multitud y situarnos detrás de la tarima, para tratar de escuchar la música; frente a las bocinas era prácticamente imposible oír cualquier cosa o la opuesta. La plaza estaba concurrida. La mayor parte de los asistentes eran jóvenes, de todos los colores y sexos. Había compañeros, compañeras y compañeres. Entre empellones amables, algunos pisotones adicionales y dos o tres disculpas, conseguimos nuestro propósito.

Un dúo cantaba. No era Buena Fe, pero tampoco Mala Fe. Interpretaba una canción de género inclasificable. No era ni reguetón, ni rock, ni ninguna de esas variantes preferidas por las personas con deficiencias auditivas; tampoco era una balada, un son o un bolero. Era una mezcla que se podía oír, pero no bailar. Sin embargo, los muchachones situados a nuestra derecha, bailaban.

Aquel grupo acaparó nuestra atención. A juzgar por ciertas evidencias externas- la vestimenta- e internas- las actitudes- pertenecían a la categoría de los compañeres. Sobresalían por su capacidad para imponerse a la algarabía general. Los muchachones se pasaban de mano en una botella plástica y bebían; se pasaban los cigarrillos y fumaban; gesticulaban fuerte, hablaban a gritos; se divertían. Pero, como casi siempre ocurre, como la felicidad suele ser pasajera…

Unos segundos después que el locutor anunciaba que ahora venía el conjunto tal, para hacer las delicias de los bailadores más exigentes y cuando el conjunto tal alistaba sus instrumentos, apareció un joven moreno con un pelado japonés, impuso su voz sobre la gritería y pronunció varias frases que no logramos oír bien. Debía ser un especialista en improperios, porque varios de los miembros del colectivo reaccionaron, lo repelieron con insultos irrepetibles y amenazaron con irle arriba. El cubano japonés dio media vuelta, hizo un gesto soez y prometió retornar. Volvió de inmediato custodiado por varios seguidores. En cuestión de segundos se generalizó un combate lleno de añagazas y fintas.

Cuando el olor a sangre empezaba a saturar el ambiente -a plumas, me rectificó Amael-, aparecieron dos policías. Los agentes se interpusieron entre los contendientes y lograron organizar el desorden. Los mal venidos se retiraron, incluso su jefe pidió levemente disculpas y el grupo original retomó a sus quehaceres. Los muchachones volvieron a pasarse la botella plástica y los cigarrillos, a gesticular fuerte, a hablar a gritos. Es decir retornaron a las manifestaciones propias de la felicidad recuperada.

Amael me dio un codazo solidario. Dimos un rodeo. Atravesamos una calle estrechísima y enfilamos hacia la avenida, hacia el corazón de la noche cubana. Nos detuvimos frente a un timbiriche situado a unos diez metros del gentío. Observamos con interés la oferta porque todos los productos valían un peso y, había guarapo: un producto raro en un país donde hay caña por doquier. Pedimos un par de vasos.

El dependiente del kiosco nos sirvió. El guarapo estaba excelente.
-Señor. ¿Y cuál es la fórmula para preparar el guarapo?
-La forma– ¿Y tú qué eres?, inspector.
-No señor, soy periodista.
-¿Periodista. Mucho peor entonces. Hasta el otro día éramos acusados de bandidos y ahora dicen que contribuimos a la economía del país y bla, bla, bla… Son dos pesos.
-Realmente soy estudiante de periodismo y su guarapo es excelente, le preguntaba…
-¿Estudiante? Mucho peor entonces. Ni siquiera eres periodista. Si fueras inspector no te cobraba, pero como eres…

Pagué y nos fuimos y aun tuve que soportar a Amael quien afirmaba que, en el fondo, muy en el fondo, el hombre tenía razón.

El flaco me comunicó que Yuliesky le había pedido que fuéramos a un restaurante estatal situado frente al cine de la avenida: él estaría allí. Llegamos al lugar pero Yuiesky no aparecía. Entonces Amael recordó que su amigo le había sugerido localizar a Miguel, el cocinero.
-Tiene más bigotes que pesos, y ¡cómo tiene pesos!, le había comentado Yuliesky.

Revisamos los rostros de los muchos cocineros del restaurante y reconocimos fácilmente a Miguel, a quien nunca habíamos visto.
-Así que ustedes son los amigos de La Calidad. Yulieskyi salió un momento. Dijo que lo esperaran; aquí no hay problemas. Tampoco hay mesas, todas están ocupadas. Arrímense al mostrador, a esta parte donde no se vende nada. Mandaré a que le pongan un saladiito para que esperen con calma.

Seguimos las instrucciones de Miguel, el chef. Nos trajeron una cajita con chicharrones y mariquitas, y un vaso de ron.

-A ti te gustan los extranjeros, me preguntó a quemarropa un individuo que salió de la nada, se paró a mi lado y llamó varias veces a un dependiente para que lo atendiera.
-Niño: una caja de cigarros.
El dependiente ni se dio por enterado: atendía a unos turistas.

-Te gustan o no te gustan los extranjeros.
-No: a mi lo que me gustan son las extranjeras, le respondo.
-¡Qué gracioso!, y a ti.
-A mi no me gustan, dice Amael.
-Chócala varón; así se habla. ¡Qué difícil es comprar cigarros en este país!… Un extranjero es un tipo que habla un idioma que yo no entiendo, un tipo que se cree cosas.
-Pero, argumenté, mientras esos tipos gasten su plata en este país ayudan a la economía que es como decir lo ayudan a él, me ayudan a mí y te ayudan a ti.
-¿A mi?, ¡solavaya!. Mira niño: estos tipos compran una lata de cerveza o una botella agua y se pasan el santo día con ella; así que si la economía del país espera por ellos…Niño: ¡ una caja de cigarros, coño!
Y se fue tan intempestivamente como llegó.

Parece que el hombre tiene algo de razón. A nuestro lado acaba de situarse un grupo de extranjeros: todos tienen en la mano o una lata o un pomo plástico. Deben ser de nuevo ingreso: la piel demasiado blanca los delata; obviamente no han chocado aún con el sol del Caribe.

Al rato dos de los turistas, que tienen la piel más tostada que sus correligionarios, se separan de la manada y van al encuentro de dos cubanitos. Asistimos a un proceso de negociación que parece funcionar más allá del supuesto papel que desempeñan las barreras idiomáticas, esas cosas de las cuales hablan los teóricos de la incomunicación.

Uno de los extranjeros abandona el diálogo, compra dos cervezas Bucanero, regresa y se las brinda a sus interlocutores del patio: la negociación marcha.
-Vámonos, dice Amael, esta gente dan pena.

Fuimos a buscar a Miguel para agradecerle la atención y pedirle que le dijera a Yuliesky que nos íbamos: mañana tenemos tareas importantes, le dijimos. Nos despedimos del chef, como viejos amigos.

Y cuando nos disponíamos a regresar a casa, llegó la mujer. Tenia unos pantalones ajustados, unas nalgas copiosas, uno senos tentadores y una sonrisa abierta. No había dudas era Rosa Ferrer, Rosa Crisis o Rosalacrisis; la niña que, por una reflexión inocua, dicha en el lugar menos adecuado, perdió su apellido y aun su nombre.
Parece que hay personas que tienen la virtud de aparecer en los momentos menos apropiados. Amael apenas le hizo caso.
-La noche es mala para la soledad. La soledad es buena para apreciar la falta de compañía, y yo estoy sola y tú necesitas compañía.
Amael la miró de abajo a arriba, me miró a mí, miró el reloj y le dijo algo tan amable y tan íntimo que no logré oír nada. La niña sonrió y siguió su camino.

-Esta loca, me recuerda a Gretel, no me pregunte por qué.
No se lo pregunté, y aun sigo sin entender. Esta claro que aquella mujer no era la que el esperaba y que su participación en una cena donde estaba su exnovia constituía una agravante. Pero, de ahí a despreciar aquella oportunidad. Este Amael parece vacunado contra los disturbios del corazón.
-Tu que lo sabes todo, seguro sabes la historia de Rosacrisis, la historia de su nombre.
Yo conozco la anécdota y algo más, pero me hago el sueco para darle la oportunidad de narrarla.
-En síntesis. En un encuentro de alumnos ayudantes invitaron a una profesora de economía para que diera una conferencia sobre la crisis global. La profesora hablaba con entusiasmo de las causas de la crisis, de las manifestaciones de la crisis, de los desarrollos de la crisis, de las consecuencias para nuestro pueblo, etcétera. Al final la profe solicita que alguien defina la esencia de la crisis y como nadie levanta la mano y Rosa parece estar en la luna, la profesora le pide su valoración.
Hubo que crear una comisión para analizar la respuesta. “La crisis profesora, la crisis… Sí, la crisis es la canción de cuna de nuestra generación”.

Retrocedimos un par de cuadras, enfilamos rumbo a la Plaza de la Juventud, pero nos desviamos hacia la izquierda y tomamos la calle que pasa por frente al hotel más bello de la ciudad, un edifico que Amael admira por su complicada arquitectura y por la imaginación de quienes lo decoraron.

Caminamos unas tres cuadras y cuando pasábamos por el parqueo del hotel, un lugar donde rentan carros, comprobamos que la casualidad existe. Los vimos: uno de los turistas abrió la puerta del chofer y le quitó los seguros a las otras. El otro se sentó al lado de su compañero. Los cubanos ocuparon el asiento trasero. Todos los pasajeros bajaron las ventanillas porque hacia calor y porque el mundo es bello. El chofer encendió el auto. Los dos extranjeros tiraron sus latas de cervezas Cristal: uno hacia la calle, el otro hacia la acera. Los cubanitos apuraron el contenido de sus Bucanero y, para no ser menos, imitaron a los extranjeros: hay que mantener en alto la dignidad nacional aún en las peores circunstancias. El carro salió disparado, como si cubriera la primera etapa de algún rally famoso.

Permanecimos un rato frente al hotel. Un policía pasó varias veces cerca de nosotros. No nos saludamos. Nos limitamos a mirarlo y él a hacernos una radiografía visual.
-¿Qué te parece, entramos? Entramos, cenamos y después preguntamos dónde está el fregadero, como en las películas. Si fuera en otro lado nos convertíamos automáticamente en noticia.
-Solo que no estamos en una película y estamos en este lado, responde el flaco y añade: ahora que hablas de noticia, olvidé comentarte que cuando salía del cuarto dijeron por radio que los americanos mataron a Bin Laden. Pero no pude escuchar los detalles porque tenía que irme para la plaza.
– A Bin Laden lo matan de cuando en cuando, habrá que ver.
-Bueno, lo mejor que hago es irme a dormir, tengo que levantarme con la cabeza clara.
Yo me apresuré a reforzar su sugerencia, no fuera a ser que…
Nos despedimos como hermanos.

Amael se movió hacia la acera de la derecha, caminó hacia a la esquina, dobló a la izquierda y tomó en dirección a la residencia. Yo continué por la acera contraria, doblé a la derecha y caminé hacia una calle por donde pasan las guaguas. Mi casa no está muy lejos, pero la guagua acorta la distancia y la parada está desierta. Me atrincheré a esperar, a experimentar el placer de ser el primero en una cola. Unos minutos más tarde observé cerca de la parada un carrito metálico sobre el cual descansaba un mostrador que sostenía una vitrina de cristal. Detrás del mostrador había una señora quien me hizo señas insistentemente. Como no le hice caso me dio un par de gritos y cuando, por educación, acudí a ver qué diablos quería la mujer, la vi. Estaba sentada sobre una vieja banqueta que resaltaba su hermosura.
-Buenas noches. Usted dirá señora.
-Hijo, estás perdiendo el tiempo miserablemente, las guaguas no pasan por aquí, por lo de la noche cubana.
-Gracias, señora, dice mi boca; mientras mis ojos se ocupan de la muchacha.
La señora debe haber pasado algún curso de marketing, o de psicología de la comunicación o de sentido común.
-Ella es mi sobrina, gracias a ella a lo buena que es…
A lo buena que está, pienso yo, a punto de rectificar el uso del verbo ser.
-…toda la culpa la tiene Pedruco, tantas veces que se lo dije. Pedruco, mi marido, trabajaba como chofer en la empresa del cárnico. Tenia que llevar y traer a los trabajadores y de vez en cuando traía algo de carne, para la lucha, usted sabe. Yo no sé cuantas veces se lo dije. Cuantas veces le dije que se cuidara, pero el nunca le hizo caso a nadie. Un día lo agarraron y le echaron una pila de años.
Yo tuve que poner este negocito, para vivir. Mi sobrina estudia por el día y me ayuda por la noche, si no… Mi hijo varón se cree que es músico y nunca tiene ni este medio y mi hija hembra se pasa la vida de fiesta y pachanga, con extranjeros o con cubanos y cuando viene , viene a pedir. Si no fuera por mi sobrina… Pero toda la culpa la tiene Pedruco.

Yo miro a la sobrina y pido un par de frituras. Supongo que para despacharlas tendrá que pararse; y supongo bien. La muchacha trae el pedido. Me demoro en sacar la cartera y pagarle. La niña toma el billete de tres pesos, camina hacia una cajita metálica y puedo disfrutarla a todo color. Me devuelve un peso. Le doy las gracias y ella responde con un mohín neutral.

-Yo soy estudiante de periodismo: me falta poco para graduarme, ya casi soy periodista. Le digo alto y claro al viento.
-Eso está muy bien, dice la doña… Entonces, usted tiene que saber lo de la libreta: ¿Es verdad que van a quitarla? Y la doble moneda..
-Si señora, la libreta van a quitarla, pero gradualmente, poco a poco. El gobierno no dejará a nadie desamparado. Y la moneda única vendrá, pero hay que esperar
-Y: ¿usted cree en eso?
-Si señora: son los cambios necesarios.
-Bueno, usted habla de cambio y yo tengo que buscar alguien que me cambie las ruedas del carrito. Imagínese, dos mujeres solas y estas rueditas. Cuando se acaba el despacho hay que empujar el carrito loma arriba, hasta la casa de mis parientes. Imagínese.

Y como yo no quiero ni imaginar, aprovecho que llegan unos jóvenes que tienen cara de estudiantes de provincias y empiezan a pedir frituras y refrescos y ante la posibilidad de verme empujando un carrito por el medio de la calle, me despido. Las mujeres, ocupadas con sus nuevos clientes, ni se enteran.

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