Lluvias ácidas, ¿un mal del desarrollo?

La Habana (PL) Resultado del desarrollo que significó el uso de combustibles fósiles en la época de la Revolución Industrial en Europa durante la segunda mitad del siglo XVIII, la lluvia ácida constituye un problema global que ocupa hoy a la comunidad científica y pone en alerta a gobiernos.
Presente en la agenda de preocupaciones por lo menos desde hace tres décadas, el asunto provoca múltiples alarmas por la frecuencia y las extensiones que ocupa tanto en naciones desarrolladas como en desarrollo.
Con 5,6 de pH (medida de la alcalinidad o acidez de una solución), las precipitaciones de manera común son ligeramente ácidas, pero ese índice puede ser menor a cinco cuando a la humedad en el aire se unen los óxidos gaseosos del nitrógeno y el azufre para formar ácidos nítrico y sulfúrico, respectivamente.
Bajo forma de lluvia, rocío, niebla y cualquier otra forma de precipitarse, las aguas causan estragos en plantas, animales y el propio hombre.
Sin embargo, esta forma de contaminación atmosférica es de origen básicamente antropogénico (causado por los seres humanos), pues las fuentes naturales de óxidos de nitrógeno y dióxido de azufre -tales como las erupciones volcánicas- no conllevan variaciones significativas ni sostenidas del pH atmosférico.
La combustión de carburantes fósiles suscitada por actividades industriales y vehículos automotores es el origen principal de los gases en cuestión, que con sus grandes distancias recorridas provocan las precipitaciones lejos del foco contaminante.
Si pudiéramos detenerlas hoy mismo, tendrían que transcurrir muchos años para que desaparecieran los efectos que esta genera, aunque acciones en esa dirección favorecerían el cuidado del entorno.
A causa de las lluvias ácidas las plantas sufren abrasión y una serie de efectos que desembocan en debilitamiento contra plagas, vientos, sequías e incluso la muerte.
En casos graves se pierden plantaciones agrícolas completas -a pesar de los fertilizantes- o extensiones boscosas, aunque pequeños como líquenes, musgos y ciertos hongos son los más vulnerables a la acidez creciente.
Los suelos ven cambiadas sus composiciones porque nutrientes esenciales como el calcio se lixivian y metales tóxicos como el plomo se hacen solubles, incorporándose por esa vía a las corrientes de agua, lo que unido a la cadena alimentaria, envenenan la flora y la fauna.
En los ecosistemas acuáticos, especialmente los de agua dulce, el problema provoca casos hasta de desaparición absoluta de seres vivos, fundamentalmente de organismos pequeños.
Si bien las mayores inquietudes se concentran en Asia, algunos territorios de Europa y Norteamérica han sido por lustros estragados por precipitaciones ácidas con alarmantes muestras de interrupción del ciclo reproductivo de peces en centenares de lagos y ríos, así como de devastación en amplias superficies forestales.
Causantes de graves daños a los seres vivos, incluso la muerte, de ellas no escapan las construcciones ni las obras de arte como lo evidencian las afectaciones verificadas en El Partenón (Grecia), en el Coliseo Romano (Italia), en los edificios históricos de Cracovia (Polonia), en la Catedral de Colonia (Alemania), en el Taj Mahal (India) o en el Buda de Leshan (China).
En algunos casos graves de contaminación los pH de las lluvias pueden alcanzar valores cercanos a tres, como el del vinagre.
Para paliar el fenómeno es vital reducir las emisiones de los gases implicados mediante el mayor empleo de energías renovables en la industria y el transporte en lugar del uso intensivo de combustibles fósiles.
Solo así el ciclo natural del agua en la atmósfera será por siempre sinónimo de vida.

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