LOS AVATARES DEL PERIODO ESPECIAL – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL

Los auditores traspasan la puerta de El Criollo. El portero pone la luz verde y el administrador les da la bienvenida. Atraviesan el salón grande donde un grupo de turistas- alemanes o franceses – charlan mientras despabilan el plato fuerte. En una esquina una pareja de suecos de verdad, de suecos nacidos en Suecia, quienes deben haber recibido algún premio internacional a la buena conducta, comen disciplinados y apacibles, indiferentes al entusiasmo de sus correligionarios de la unión europea.
En el salón de protocolo el jefe de servicios reitera la bienvenida a los visitantes y los acomoda como puede. Javier observa al maître, quien le devuelve una mirada que significa: “aquí todo sale “. El Gerente General de Palmeras examina a la nueva adquisición del restaurante, una muchacha esbelta que sirve el agua, por la derecha; rota, por la derecha. Incluso, cuando sonríe, sonríe por la derecha. Contempla a la dependienta, su piel resulta algo oscura. Habrá que averiguar si esa epidermis de chocolate tiene el mismo aroma de la blanca piel de Glenda.
El maître oferta la sugerencia del chef. Pero, aclara, ustedes pueden seleccionar cualquiera de los platos de nuestra carta menú, la casa les ofrece un exquisito mar y tierra, plato elaborado a base de filete de pescado y bistec de cerdo, guarnecido con arroz mixto y chatinos de plátano, acompañado de ensalada de vegetales. Es un plato exquisito, uno de los favoritos de nuestros clientes, agrega. Además, lo piensa pero no lo dice, ayuda a bajar los costos pues admite todo tipo de recortes, bien preparados y decorados, por supuesto.
Mientras los ilustres comensales deciden, el administrador alista una botella y le pide a Javier que, por favor, tenga la amabilidad de abrirla. Javier toma el San Cristóbal blanco. Se trata, explica, de un exquisito vino cubano, producido en coordinación con Fantinelli, en Pinar del Río.
El sumiller se coloca una servilleta en la mano izquierda, toma el abridor en la derecha y procede a abrir la botella. Sirve algunas copas. Como el que no quiere las cosas muestra su profesionalidad y subraya, de paso, que es un cuadro integral, preparado para cumplir su misión histórica o mejor dicho, su misión social, que no es para tanto, señores.
En efecto, todo sale. El servicio expone su engrasada maquinaria y los comensales pasan del mar y tierra al postre y de este al café. Cuando la nueva dependienta sirve el resumen del aromático grano, Javier la observa detenidamente y rectifica su opinión inicial. Esta niña no está nada mal, está muy bien.
El que sí está mal es el auditor principal, le dice Javier Oliva a Javier. Ya le hizo la historia del restaurante, de sus múltiples éxitos, del trabajo acucioso para bajar los costos sin afectar la calidad, sin afectar al cliente…y nada: el hombre no concede opciones de diálogo, ni siquiera puede afirmarse categóricamente que escuche.
Pero Javier es un cuadro. Primero se encabrona consigo mismo porque ha recurrido a las enseñanzas de los últimos cursos de dirección y no ha logrado resultados. Luego analiza a su contrincante: este tipo es capaz de sacar de quicio a la calma; eso piensa, aunque no lo dice. Acopia paciencia y ataca.
-A mí me parece, que podríamos ponernos de acuerdo sobre el programa de la auditoria.
El auditor general consigue diferir un bostezo y responde que no es necesario. Informa que mañana el equipo estará en la oficina a eso de las ocho.
-Nos reunimos cada día y definimos el plan, porque no hay un calendario preestablecido. Valoramos qué lugares visitar y te lo informamos, nos dividimos en dúos y a trabajar. Como todas las unidades están preparadas, no debe haber problemas.

A la mañana siguiente los auditores llegan a la gerencia. Se reúnen en el saloncito. Maria entra a servir el café. El auditor jefe señala los lugares que controlarán, indica la conformación de los tres dúos y le pregunta a Javier si hay algún problema. No, no hay ningún problema. Maria se retira. Entonces, dice el jefe de los controladores, el plan del día queda aprobado de mutuo acuerdo. Los auditores salen al parqueo y marchan hacia las instalaciones.
Maria corre al teléfono, parece más flaca de lo que realmente es, y más activa. Atrapa el auricular y por iniciativa propia llama a las unidades que serán controladas. Utiliza una clave de su cosecha: la mercancía que usted pidió va inmediatamente, y cuelga. Todos están preparados, pero una alerta a tiempo nunca está de más, contribuye a evitar sorpresas.
El teléfono de las dos oficinas principales de la compañía suena constantemente. Maria vuela de una oficina a la otra. En las unidades los administradores revisan planes, los económicos alistan documentos, los dependientes repasan cubiertos y copas, los cocineros ponen a punto sus utensilios de labor y su imaginación, los porteros se anudan otra vez las corbatas. Los únicos ajenos al zafarrancho son quienes lo causan. Los auditores piden papeles, cuentan, preguntan, apuntan. Jefes y empleados corren solícitos. A este hermoso ajetreo se le denomina, técnicamente, ambiente de control.

Javier, el auditor principal y un dúo marchan hacia Cremina. Van a pie porque la unidad queda cerca de la gerencia y hay que ahorrar. Llegan a la sodería. Manuel, el administrador, y Miguel, el económico, reciben a los visitantes, se los presentan a los trabajadores, muestran la pequeña fábrica, prueban el helado que allí se produce y se instalan en la oficina de economía.

Javier realiza un breve recorrido por la instalación. Cuando regresa Manuel le narra al jefe de los auditores las tribulaciones que acompañaron al proceso de actualización de la licencia mercantil y como el visitante parece dispuesto a escuchar tragedias, el administrador le habla del plan para modernizar la sodería ; de las tribulaciones para que te aprueben una inversión, a pesar de los resultados económicos y termina por dibujar un proyecto donde se funden hechos y aspiraciones , un panorama que podría denominarse : “ Cremina en los albores del siglo XXI: realidades y perspectivas”.

Como Javier no tiene ningún interés en oír desgracias, mira su vistoso reloj comprado en Francia, del que se siente orgulloso porque ignora que la maquinaria es rusa, le informa al auditor principal que recorrerá otras unidades y acuerdan verse en la gerencia, por la tarde.

El Gerente General de Palmeras en el territorio regresa a su oficina, entra y sale inmediatamente hacia donde lo espera Pablo Suárez, uno de sus administradores de confianza. Suben al auto japonés asignado al primero. Javier hace girar la llave, el carro abandona el parqueo y enfila hacia la autopista. Cuando esto sucede el jefe de la sucursal descubre que, a los treinta y cinco años, manejar es un placer. Le gusta conducir, sentarse sobre la técnica y pasarle por encima a las miserias cotidianas.
Rebasan el entronque y toman hacia el mar. Una pareja de jóvenes le hace señas y Javier le dice adiós. Sube los cristales y conecta el aire acondicionado. Más adelante hay varias personas, pero son más prácticas, ni se inmutan: los carros de turismo no le paran a nadie, comentan. No obstante Javier reduce la velocidad porque al final del grupo hay una señora mayor. Pero, cuando se percata de que en los pies de la anciana hay un bulto, acelera. El carro lo limpio yo, le dice a su compañero de viaje. Pablo aprueba el proceder de su jefe a quien admira, también, como chofer. Pablo no sabe manejar.
Llegan al restaurante aledaño al castillo que custodia la bahía. Javier recorre la unidad donde hay una suerte de maratón de la higiene. Saluda a cada uno de los trabajadores, Pablo lo imita. Entran a la dirección, Javier descuelga el teléfono y Pablo sale y regresa en cinco minutos: trae unos cuantos bocadillos bien surtidos y una botella de Havana Club Silver Dry. La reponemos mañana, dice por decir algo.
Al rato se despiden. Cuando Javier enciende el motor, Pablo se interesa por la situación de Manuel, por si hay alguna posibilidad de que se mantenga en Palmeras. Es un buen compañero, fue nuestro director en la escuela, tiene experiencia, es especialista en restaurantes y no en helados, alega.
-¿Quedarse en la compañía? ¡Qué más quisiéramos!
– El anónimo tendrá algo que ver con este asunto, dice Pablo entre dientes.
– Puede que sí, pero no influye en mi decisión. Tú conoces a Manuel y sabe que él no es gente de andar dilapidando nada. Si hay que investigar será por pura rutina.
Manuel es un buen administrador, pero es indócil. En cierto que es mi primer sustituto en la tabla, pero si se quiere ir, ese es su problema. Tenemos varios jóvenes a mano.
– El problema está en que Manuel tiene la cabeza muy dura. Le dije que se quedara tranquilo un tiempo, a él no le va mal en Cremina; pero insiste en trabajar en un restaurante y como tú comprenderás yo no puedo quitar a un administrador para ponerlo a él. Además él debía comprender que ya pasa de los cincuenta…. Pero, te lo repito, lo fundamental es que yo no puedo quitar a alguno de nuestros administradores para ponerlo a él, ni puedo mandarlo a él de segundo de alguno de los administradores; ninguno de los muchachos estaría de acuerdo, ni sería correcto de mi parte ubicarlo en un puesto por debajo de su categoría. ¿Tú me comprendes, no?
Pablo comprende y despide a su jefe con un apretón de manos. Cada quien toma su rumbo. Ambos tienen tareas impostergables. Pablo va a sus quehaceres y Javier va hacia Glenda. Pero, al gerente le falta una gestión por hacer. Desciende por una pendiente, gira hacia la derecha y atraviesa la explanada del restaurante chino. El portero acude presuroso a explicarle que no estaba en la puerta porque apoyaba en la limpieza, porque el restaurante está cerrado, pero hay que preparado por si la auditoria… Javier lo despide con un gesto. No faltaba más, venir a explicarle a él, precisamente a él, lo de la auditoria.

El jefe de la sucursal va directo hacia la administración donde lo recibe Cortina. Javier se interesa por la higiene. Le concede tres minutos de orientaciones al subordinado y anuncia que se marcha porque está muy atareado. El jefe de servicios lo acompaña hasta el auto y le entrega una servilleta de papel cuidadosamente doblada. Javier le da una palmadita, guarda la servilleta en el bolsillo trasero del pantalón y, por fin, sale en busca de Glenda.
Cuando rebasa la parada cercana al hotel, apaga el aire y baja la ventanilla. Observa a un grupo de ciudadanos optimistas que aguardan la llegada de un ómnibus. Cree ver a algún conocido y casi detiene el auto. Cuatro o cinco muchachones corren hacia el carro, se disputan con malas artes la posibilidad de cuidarlo. El chofer para en firme. Los muchachos se lamentan: ¡qué chasco! Regresan hacia la parada acongojados: el chofer es un infeliz cubano, un cubano con suerte.
El auto sobrepasa la barrera que separa al hotel del mundo. Glenda Reina, quien lo único aristocrático que tiene es su apellido, se planta ante el hombre y lo recibe con una andanada de recriminaciones: mira la hora que es… el director se cansó de esperar y se fue…
Javier logra calmarla. Y, no, no hay porque preocuparse: el director del hotel dejó instrucciones precisas. El carpetero solicita documentos, extiende tarjetas y sonrisas. Cobra, recibe su propina, entrega la llave, Por favor, dice, e indica el rumbo.

La casa cincuenta no está mal, tiene sus problemitas, pero no está mal. El aire acondicionado trabaja, hay luz en las dos habitaciones y agua corriente en el baño. La radio funciona, con un poco de ruido, pero funciona.
Javier abraza a la mujer. Entran y se dividen las tareas. El jefe deposita en una mesita el bolso con las provisiones, extrae una botella y algunas latas. La muchacha organiza los bocaditos en una bandeja. Javier muestra su depurada técnica; toma dos vasos, abre la botella, ejecuta un medio giro al servir: no se derrama ni una sola gota del preciado líquido. Abre dos colas, las liga con el Silver Dry y corre a la sala. Regresa molesto: el refrigerador está roto. ¡Ah, los infaltables detalles! Y la falta de previsión: lo único que no trajo fue el hielo.
Glenda retorna del baño y su hombre le habla de la auditoria, la única responsable de su tardanza. Le comenta que los auditores prefieren el turismo.
-Por muchas razones, unas obvias, otras más difíciles de comprender; somos sus víctimas predilectas. ¿Me sirves un trago, por favor? Ya.
-¿Por qué siempre tenemos que hacer lo mismo? Venir a un hotel, hacer el amor de día. Tú ni siquiera puedes quedarte hasta la noche.
-¡Niña! Mira que te he explicado mi situación… Y para que no haya dudas se la vuelve a explicar. Para facilitar la comprensión del mensaje alterna los razonamientos con caricias.
Retoma el comentario sobre las ironías del control. Recuerda que el año pasado estuvieron a punto de descalificar a la compañía y agrega, cuando llegaron, menuda sorpresa: él conocía al jefe de los controladores; unos meses antes lo habían designado para administrar la división nacional de helados y el hombre trabajó de tal forma que hubo que mandar a Manuel y a su económico para que lo ayudaran a rearmar el negocio: si se lo hubiera propuesto no habría desorganizado el trabajo con tanta eficiencia en tan poco tiempo, afirma.
-Esos son quienes nos controlan… Me entraron ganas de mandarlos a resolver primero los problemas de la dirección nacional y pedirle que cuando los hubieran resuelto vinieran a controlarnos a nosotros. No vendrían jamás, te lo aseguro.
-¿Y por qué no se lo dijiste?
-Si se lo hubiera dicho, mi niña querida. ¿Qué tú crees que habría pasado? Te adelanto que no estaríamos hoy aquí, sentados en esta cama, comiendo esto y tomado aquello…Y no se hable más de auditoria. Ven, amor, déjame hacerte un control interno con toda profundidad. Vamos niña bella: a los problemas hay que cogerlos por el cuello y si se relacionan con el sexo, tomarlos por la cintura.

Y fue lo de siempre. Practicaron la ayuda mutua; es decir: cada uno ayudó al otro a desvestirse. Se acostaron. Un leve crujido de la cama, nada significativo. Se abrazaron y cuando trascendieron la fase de intercambio de suspiros y Javier no pudo más, Glenda dio rienda suelta a sus contorsiones para ratificar una vez más su irrefutable dominio del arte del remeneo.

Mientras Javier se asea, Glenda junta las ideas. Aunque no tiene la menor noticia de la existencia del informe Mc Bride, ni de otros documentos relativos al tema y ni siquiera ha oído hablar de la posibilidad de crear el Observatorio Internacional de los Medios de Comunicación, comienza a intuir la existencia de la manipulación; no en la construcción de la realidad internacional y todas esas cosas complicadas, sino en el forcejeo con lo cotidiano. Intuye que la manipulación surge cuando la vida te convierte en un objeto al cual pasarle factura día tras día; aunque nos empecinemos en soslayar este dato, porque nos agrada ponerle alfombras a la verdad.

Javier retorna y, mientras Glenda se dirige al baño, sirve un par de copas. Cuando regresa , el Gerente General de Palmeras comienza a desandar por el cuerpo de la muchacha. Glenda detiene las manos andarinas de su hombre.
-Quiero pedirte algo…
-Sí, ya sé: cuando salgamos de la auditoria. Yo siempre cumplo lo que prometo, te llevaré al hotel de la playa. Tengo que gestionar la gasolina pero…
-No, Javier, lo que te quiero pedir no tiene nada que ver con viajes ni con hoteles, ni con gasolina.
-A ver, niña, pide por esa boca.
-Tú sabes que yo soy amiga de la jefa de salón de Cremina. …. Creo que ella sabe lo nuestro, aunque disimula.
-¿Y eso es muy importante?
-Déjame explicarte. Como ella sabe o sospecha que yo estoy contigo, me dijo lo que a ti no se atrevería a decirte.
-¡Venga, niña!, no más introducciones.
-Está bien. Mariela me dijo que su jefe pidió irse de la unidad porque quiere trabajar en restaurantes. Dice Mariela que su jefe te pidió que lo mandaras de nuevo para un restaurante de donde tú mismo lo trajiste para que administrara Cremina y tú le dijiste que no, que si salía de Cremina se iba de la compañía. ¿Es así? Y si es así: ¿eso es bueno para la compañía y para ti, eso es bueno?
-¡No me digas! Ahora resulta que tú también viene a decirme cómo debo dirigir la compañía.
-Yo nunca me he metido en tus asuntos como jefe de la compañía, porque de eso no sé nada, ni me interesa saber. A mí no me importa la compañía sino su gerente.
-Entonces, te aclaro que te informaron bien. Es verdad que Manuel es un buen administrador, es cierto que en un momento complicado, por su experiencia, lo trajimos para Cremina. Todo eso es cierto, pero no se puede vivir de la historia y Manuel es tan tozudo como tú. Quiere quedarse en la compañía de todas formas y yo no tengo espacio para él. Si tú dirigieras la compañía, ¿quitarías a un buen administrador de un restaurante para ponerlo a él? ¿Tú lo harías?
-Desde luego que no. Yo haría otra cosa.
-A ver mi niña genio, a ver.
-Si el hombre es eficiente, tiene prestigio entre los trabajadores y sabe de restaurantes. Si, como también me dijeron, ustedes han tenido varios roces. Si bien tú no puedes quitar a un administrador para ponerlo a él, tú si puedes convencerlo de que administre un restaurante no en tu compañía, sino en otra, por ejemplo en algunos de los grandes hoteles de la ciudad donde un buen jefe siempre es necesario. Con tu influencia, tú puedes gestionar esa posibilidad y el no podrá negarse a trabajar en lo que sabe y menos en una gran compañía. Piénsalo, si haces lo que digo puedes quedar bien con todo el mundo.
-¡Ya, niña, eres sorprendente!
-Y, entonces.
-No te prometo nada: veré qué se puede hacer… Me está empezando a gustar tu idea y para demostrártelo, niña mía, ven, abraza a tu hombre: el control interno recién comienza.

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