EL LIBRO DE LOS PRESAGIOS – POR OSMAR ÁLVAREZ CLAVEL

La personalidad invitada llegó media hora después de lo previsto, sonrió, pidió disculpas, tomó posesión de la mesa presidencial y comenzó el Taller nacional de jóvenes escritores.

El desfile de trabajos de crítica literaria concluyó cerca de las once y el Gran Invitado, un reconocido investigador capitalino, prometió leer sus apuntes y realizar algunas consideraciones imprescindibles. Hablaba con la vista puesta en sus anotaciones, con una seguridad impresionante. Cuando terminaba de hacer pedazos una ponencia, levantaba la vista, y arremetía contra la siguiente. Al filo de las doce finalizó su disertación. El auditorio estaba apabullado. Parecía como si hubieran ordenado un minuto de silencio. Mas, un tallerista sentado al fondo levantó tímidamente la mano, otros lo imitaron, y entonces se armó la refrieaga.

Como los solicitantes tenían prisa, se auto concedían la palabra para plantear sus desacuerdos. Sin ánimo de criticar, decían, y de inmediato descalificaban cualquier criterio ajeno. Estábamos al borde de la catástrofe cuando una voz salvadora anunció que la comida estaba servida y esperaban por nosotros. El Gran Invitado sonrió, dijo que había sido una discusión provechosa, y la dio por concluida.

No se si fue porque los poetas se marcharon a realizar su tertulia en otro local o por los efectos benignos del almuerzo, pero la sesión vespertina transcurrió sin incidentes. Los narradores y ensayistas leían sus trabajos según lo programado y cuando terminaban, alguien les hacia el favor de decir cualquier cosa breve y elogiosa, y comenzaba el siguiente lector.

El primero en intervenir fue un estudiante de la Universidad Central que el año pasado ganó un premio nacional para jóvenes creadores. Amael y yo nos alistamos para grabar: pretendíamos utilizar los trabajos en la confección de nuestro periódico.

“Ser o Parecer”.

Vivimos la competencia del desatino.

Nos fulminamos con carencias hipócritas.

Acudimos a la violencia en nombre de proyectos aberrantes.

Suicidamos la especie.

Somos mercenarios del planeta.

Quemamos andrajos, aún los necesarios.

Matamos con exquisita preferencia a los inocentes.

Desautorizamos cualquier proyecto que subraye la ajenidad.

Nos empecinamos en liquidar todo lo que de algún modo nos molesta, aunque sea por nuestra incapacidad para comprenderlo: nos place desautorizar lo diferente.

Si algo nos cuadra, aplaudimos vehementes aunque no entendamos: todo lo que nos conviene es plausible.

Disfrutamos de la enajenación.

Somos irracionales en nombre de la racionalidad.

Nos atamos a las palabras, la obligamos a decir lo que nos conviene.

Nos atemorizan los silencios. Somos incapaces de callar, nos falta valentía para intentarlo.

Nos placen los alardes y las cabriolas.

Disfrutamos lo espectacular, la noticia. Gozamos el dramatismo si la victima es ajena.

Alentamos el heroísmo y nos colocamos a prudente distancia.

Con prudencia recibimos cada día y nos golpeamos el pecho al amanecer, pasado el susto, brindamos por el simple hecho de estar vivos.

Abrazamos la cultura ajena con la misma fuerza que despreciamos la propia y, sin embargo, decimos que somos.

En las concentraciones aplaudimos, marchamos entusiastas y disciplinados hasta en nuestros gritos y consignas. Pero nos abalanzamos sobre los otros en las colas; rechazamos el tumulto, pero gozamos de su existencia, participamos y sonreímos. Somos desorden, pero existimos, y eso es más importante.

Nos deleita lo extranjero y narramos nuestros viajes, no por nostalgia, sino por insuficiencia de movimiento, porque estamos aquí…”

El Gran Invitado asintió con un movimiento de cabeza y un estudiante de la provincia Granma, fornido y de rostro amable, encomió el texto leído y se quedó con la palabra porque le correspondía leer su cuento-ensayo: “El hombre que quería construir un puente”:

“Había una vez un hombre que quería construir un puente y solicitó el concurso de las personas de buena voluntad.

Los comunicadores se reunieron y decidieron que sí, que el puente uniría a la ciudad con el mundo: era preciso construirlo, y crearon la Gran Comisión. La primera dificultad fue, precisamente, crear la comisión, porque todos querían integrarla aunque ninguno lo dijera. Por consenso eligieron a cien personas y aquí surgió el segundo problema, porque el número de integrantes de una comisión debe ser impar para evitar que una votación quede empatada y todas esas cosas. Pero el asunto fue zanjado cuando uno de elegidos confesó que no estaría en las votaciones, pues viajaría al extranjero a cumplir una importante tarea que, como el puente, dignificaría a la ciudad. Y, en última instancia, prometió uno de los miembros más entusiastas, si al producirse la votación el otro compañero aún estuviera en el país, yo contraería una fiebre espantosa y transmisible, y por tanto no estaría en la votación.

La Gran Comisión a su vez creó comisiones especializadas las cuales crearon subcomisiones y todos se pusieron a opinar, digo a trabajar.

Trabajaron con vehemencia y llegó la hora de construir el puente en la mesa de negociaciones. Solo que había algunas divergencias sobre el color de las barandas, el grosor del cartel anunciatorio y un detalle en que ninguno de los ilustres miembros de las no menos ilustres comisiones habían reparado: el nombre del puente, porque todas las cosas que se respetan han de tener un nombre que las particularice.

Tras amplias discusiones, algunas magulladuras, invocaciones a personalidades, etc , etc, hubo consenso: tuvieron un nombre que resumía la imagen de la ciudad no solo en lo arquitectónico, en lo físico; sino en lo intelectual, en lo moral.

El hombre que quería hacer el puente escuchó las propuestas de los comisionados que por fin habían construido si no un puente al menos un consenso. Intercambiaron criterios.

La comisión estuvo en sintonía en casi todo, salvo en los infaltables detalles y ante la dudas que conspiraban contra la perfección, decidieron realizar un nuevo diagnóstico para fundamentar la estrategia para construir el puente que, como ya se sabe, dignificaría la ciudad.

Como últimamente los ciclones se han tornado majaderos e imprevisibles, aunque faltaban unos meses para la temporada y mientras esperaba por la Gran Comisión, el hombre que debía construir el gran puente orientó hacer uno en el otro lado de la ciudad. La mayoría de los miembros de la comisión estaban tan ocupados en sus debates que no se percataron y los pocos que se enteraron ejercieron su voluntad crítica ampliamente sin saber quien había construido aquello que parecía un puente.

Por fin la Gran Comisión tuvo un veredicto y se reunió con el hombre que quería hacer el puente. Según el protocolo tras las necesarias introducciones, agradecimientos, etc, se haría entrega de un documento excepcional por su calidad técnico-filosófica-ideológica, un documento que, pese a las habladurías de los mal intencionados que nunca faltan, pasaría a la historia.

Solo que como el azar no duerme, en el instante cuando el presidente de la Gran Comisión, acompañado por los cinco vicepresidentes, se disponía a entregar el gran proyecto al hombre que quería construir el puente, sopló un viento huracanado que se llevó el documento por los aires. No había dudas, la temporada ciclónica o el enemigo, que es más o menos lo mismo, se había adelantado”.

Nadie comentó absolutamente nada. El Gran Invitado sonrió. ¿Qué habría dicho mi tío Mongo si hubiera escuchado este texto?

Al tercer lector apenas le presté atención porque estaba repasando el artículo que Amael y yo escribimos y que este servidor leería en nombre de los dos por ser el autor principal. Mientras yo releía nuestro texto, el hombre, que tenía un sospechoso parecido con el muchacho de la cara de sabio precoz del taller , afirmaba, más o menos, que el mejor antídoto contra sus detractores era mantenerme impasible, portarse como un cuerdo; aunque , en ocasiones , estaba a punto de romper su compromiso con sus propios pareceres. Y añadía que, hasta ahora, había sido más fuerte que sus enemigos, que la paciencia era su instrumento para afrontar los desafíos de la cotidianidad, etcétera.

Cuando nos levantábamos para dirigirnos al estrado una voz femenina hizo un comentario fugaz sobre la ponencia anterior. Inmediatamente ocupamos nuestro puesto en la mesa inquisitorial. Miré amorosamente al público y leí nuestro engendro de un tirón.

“Si Saussure hubiera estado presente en el trabajo voluntario, hubiera concebido allí mismo su teoría del signo lingüístico. El pueblo a donde fuimos es un desierto y se llama La abundancia. La muchacha que nos atendió y nos sirvió de técnica, prohibió cualquier pregunta sobre su persona y recalcó que no quería la menor equivocación de nadie. La mujer se nombraba Esperanza y su marido, que estaba deportivamente celoso, puso cara de malo y se auto presentó: me llamo Jorge Alegre, aulló.

Además, en vez de recoger café, que era lo previsto, nos orientaron sembrar plátanos. Hablando de plátanos ¿que sentido tiene que a un mismo objeto lo designemos de tantas maneras? Así al fongo, una variedad de plátanos, según se afirma, se le llama también tambur, cambute, plátano burro, cuatro esquinas; pero no deja de ser fongo. Y

como si eso fuera poco dicho fruto, que era comida casi exclusiva de otros animales, ha ingresado en nuestra dieta con una fortuna singular e incluso se ha incorporado al menú de los turistas y hasta sustituye con eficacia a la papa que nunca alcanza. Aun más, del fongo salen preparados increíbles como los tostones o chatinos o plátanos a puñetazos..

¡Que descubrimiento el del fongo! Su historia, sus mil combinaciones entre las cuales se incluyen el batido de fongo, el helado de fongo y hasta un coctel con fongo; su capacidad para aparecer en los momentos cruciales y el solo, solito, resolver el problema, justifica la analogía: la imaginación popular lo bautizó como el Zorro.

Los detalles citados autorizan a considerar al fongo como un elemento importante de la cultura, incluso de la cultura organizacional, esa que -según varios eruditos- es el vector que singulariza a las organizaciones y garantiza su supervivencia.

Parece que el francés tiene toda la razón del mundo, que el signo es por naturaleza arbitrario. Y si es así: ¿qué sentido tiene nombrar a un objeto como aire, mar o mujer y no designarlo como última noticia o poder o lluvia?

Y si aun le quedan dudas en torno al signo, pregúntele a Galeano. Pregúntenle si la arbitrariedad del signo es o no el instrumento preferido de la manipulación mediática; y si no se empatan con Galeano, pregúnteselo a Pascual Serrano ; y si no encuentran a Serrano, pregúntenle a Felita, una vecina nuestra , o a Marta, una amiga suya, quienes parieron el mismo día, en el mismo hospital, niños absolutamente normales, cuando tenían todo el derecho del mundo de haber parido un fongo pues, además de la lógica de este razonamiento , resulta que parir es gratis.

Decididamente el sabio francés tiene toda la razón, se la da la vida: el signo es completamente arbitrario”.

Hubo silencio. A mi solo me importaba el criterio del Gran Invitado, pero este ni se inmutó, parecía ausente. Para nuestra suerte una muchacha de voz casi líquida intervino y dijo que nuestro trabajo le parecía interesante. Le hice una seña a Amael , abandonamos el podio y nos reincorporamos al auditorio para dejar espacio al nuevo ponente.

Cuando retornábamos a nuestros asientos, Amael miró el reloj, me miró a mí, miró para la presidencia y me hizo una seña. Yo lo miré a él, miré para la mesa presidencial y me quedé estupefacto ante el descubrimiento de mi amigo: el Gran Invitado, quien durante la sesión matutina había pulverizado a un defensor de la función somnífera de la literatura, estaba completamente dormido.

Fue lo último que supimos del taller nacional. Con el pretexto de ir donde los poetas a escuchar a Gretel, desaparecimos.

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