México sigue lamentando la muerte de Pedro Infante después de 62 años

Luis Manuel Arce Isaac

México, 15 abr (Prensa Latina) Como cada abril desde hace 62 años, el Panteón Jardín de Ciudad México se convulsiona donde está el sepulcro de Pedro Infante, eterno ídolo nacional, muerto un día como hoy en un accidente aéreo en Mérida.

Tenía solo 40 años y, como su compatriota y admirado Jorge Negrete que yace muy cerca de su tumba, murió también «en plena gloria y en plena juventud». De carpintero de banco y aprendiz de todo, siempre sin un centavo y comido por la pobreza, a los 22 años de edad empezó a recorrer la fama gracias a su voz y su carisma.

Era dueño absoluto del don de la empatía, corolario sine qua non de su contagiosa alegría, conseguida gracias a un carácter desenfadado y una mirada infantil hacia la realidad de la vida a pesar de tomarla muy en serio.

Por eso se le escuchaba repetir que «en los quince años que llevo de artista, este ha sido el primer cuidado: no dejar de ser como siempre fui. Nada se me ha subido a la cabeza y esto produce sus efectos. En cualquier parte la gente no me admira, pero me quiere».

La gente amaba su porte, disfrutaba su gracia y rendía culto a sus registros vocales de barítono lírico ligero, de cantante insuperable afinado, de gran técnica sin escuela debido a sus facultades vocales naturales que le permitieron ser el amo del falsete sin perder ni un segundo el color ni el timbre de su voz única e inimitable.

Fue, y es, un ídolo de masas por su estilo, su carácter, su vida y su obra y, por todo eso, y mucho más, aquel 15 de abril de 1957 fue más trágico y lastimoso, y tan gris y triste para millones de mexicanos que, como describieron las crónicas de entonces, todo el mundo lloraba, se desmayaba, la melancolía los exprimía y la angustia era infinita, como cuando muere un hijo o un entrañable amante, o un fidelísimo amigo.

Las flores tapizaron el camino hacia la tumba y la loza cayó sobre el féretro en silencio porque las notas de «Amorcito corazón», entonadas por miles de gargantas, se sobrepusieron a cualquier ruido indeseado.

Para la posteridad quedaron su voz y su gracia, su talento y sus virtudes en más de 350 canciones y 60 películas, logradas en un cortísimo plazo, desde su primera grabación de Guajirita, en 1937, en su natal Sinaloa, y su primera aparición en el cine como extra en 1939 en el filme En un burro tres baturros, hasta sus más notables éxitos incluido el considerado su último film, Escuela de rateros, de 1957.    Fue, y sigue siendo célebre su afirmación en una entrevista de prensa en 1952 en la que devela su profesión de fé:

«Yo no soy mexicano por haber nacido en esta tierra, cosa que pudiera ser un simple accidente. Soy mexicano por convicción, porque amo todo lo nuestro, porque me gustan las costumbres, el folklore, el paisaje, la tradición y el cielo de México.

Para mi ningún otro país reúne mayor belleza que el mío. Y no crea que obedezco a un sentimiento patriotero y ridículo, sino a una inclinación natural de admiración hacia esta sin par Tenochtitlán, tan llena de cosas incomprendidas pero tan hermosas a la vista de quien sabe escudriñar y sentir».

Para los cubanos, un hombre que haya dicho algo tan hermoso y profundo sobre la tierra que le vio nacer y dio vida, es un orgullo que también haya dicho lo siguiente: «En ninguna parte puede haber más generosidad, más entusiasmo que en Cuba. Di que estoy dispuesto a ir siempre que me llamen y que si soy mexicano por los cuatro costados, me siento cubano de corazón».

A los 62 años de su muerte, México sigue triste. Cuba también.