Contradicciones en EE.UU. y entramados del proceso electoral

La Habana (Prensa Latina) Los nombres de Jo Jorgensen y Howie Hawkins pueden resultar desconocidos para una buena parte del electorado en Estados Unidos a pocos días de los comicios del 3 de noviembre en el país.


Sin embargo, al igual que el republicano Donald Trump y el demócrata Joe Biden, esas dos figuras son aspirantes a la presidencia de la nación norteña, por los partidos Libertario y Verde, respectivamente, y forman parte de una lista integrada por decenas de candidatos.


A pesar de eso, solo Trump, el actual mandatario del país, y Biden, acaparan prácticamente todos los titulares y aparecen con posibilidades reales de imponerse en la cita en las urnas, amparados por la historia de sus formaciones políticas y una poderosa maquinaria propagandística y monetaria.


Jorgensen y Hawkins, por su parte, son los contendientes mejor posicionados entre los demás postulantes a la Casa Blanca, al punto de que la primera aparecerá en las boletas de todos los territorios del país, y el segundo, en las de una treintena de estados, mientras en otros 16 estará como candidato por escrito.


Además de los nominados de los partidos Libertario y Verde, otros 10 candidatos aparecerán en boletas que les permitirían tener acceso a más de 15 de los votos electorales que se reparten en Estados Unidos en cada elección presidencial, entre ellos Gloria La Riva, del Partido Socialismo y Liberación; Alyson Kennedy, del Partido Socialista de los Trabajadores; y el independiente Brock Pierce.


Más allá de las agendas, similitudes o diferencias entre unos y otros aspirantes a la máxima oficina del país, serán Trump y Biden quienes obtendrán casi todos los 538 votos electorales que estarán en juego en los comicios.


Para alcanzar la presidencia de Estados Unidos, 270 es el número mágico: esa es la cifra de votos electorales que necesita recibir un candidato a fin de llegar a la Casa Blanca, en un proceso comicial que no es de votación directa, sino de segundo grado.


Ello significa que cuando un votante asiste a las urnas, su boleta no va directamente al aspirante de uno de los partidos, sino a 538 electores provenientes de los 50 estados y Washington DC.


De hecho, en varias ocasiones la persona que fue nombrada presidente no tuvo la mayor parte del respaldo de la población, la más reciente de ellas en 2016, cuando Trump obtuvo unos tres millones de votos populares menos que la entonces candidata demócrata, Hillary Clinton, pero recibió 304 votos electorales, frente a 227 de su rival.


Tales características de los comicios estadounidenses llevan a que el actual mandatario y su rival de la fuerza azul apunten con precisión quirúrgica y sumas millonarias, no a los 50 estados de la nación, sino a un grupo de territorios que pueden resultar decisivos.


Además, esas particularidades inciden en la baja participación que suelen generar las elecciones, como lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que solo el 55 por ciento de los ciudadanos en capacidad de votar lo hicieron en 2016.


Según el sitio digital Vox, eso tiene que ver con factores como que muchos votantes no acuden a las urnas por no identificarse con ninguno de los dos partidos principales, o porque viven en estados donde su voto no llega a tener un peso real.


Como recordó el diario The Washington Post tras las elecciones de 2016, el sistema del Colegio Electoral fue diseñado para favorecer a áreas escasamente pobladas del país y se creó para fortalecer a la élite agraria, ofrecer más poder federal a los estados esclavistas y contrarrestar el faccionalismo y la polarización.


El medio advirtió, sin embargo, que en la actualidad no cumple esas funciones, sino que da más valor a los votos de algunos electores por encima de los de otros, mientras priva por completo de sus derechos a los cuatro millones de estadounidenses que viven en territorios de ultramar.


A decir del periódico, el Colegio Electoral distorsiona el sufragio popular porque los estados pequeños obtienen más poder que los populosos.


Cada una de esas jurisdicciones tiene el mismo número de votos electorales que miembros en el Congreso, y los territorios de menor población siempre reciben al menos tres votos -porque todos poseen como mínimo dos senadores y un representante-, mientras los más poblados enfrentan un límite máximo, independientemente de su cantidad de habitantes ya que el número de escaños en la Cámara Baja no aumenta.


De ese modo, el estado menos poblado, Wyoming, con 586 mil residentes, obtiene tres votos electorales, mientras el de más residentes, California (39 millones de personas) recibe 55, lo cual significa que cada voto individual en el primero de esos lugares «pesa 3,6 veces más que el voto de un californiano».


A ello se suma que, como casi la totalidad de los territorios otorgan sus votos electorales de una manera que el ganador se los lleva todos, los comicios suelen decidirse en los llamados estados indecisos, pendulares o bisagra, en los cuales puede ganar el candidato de cualquiera de los dos partidos principales.


Ello llevó, por ejemplo, a que en 2016 el 95 por ciento de los eventos de los contrincantes y el 99 por ciento de los gastos de campaña se concentraron en 14 estados, una tendencia que se mantiene este año, cuando Trump y Biden enfocan sus esfuerzos en territorios como Florida, Pensilvania y Michigan.


En esas aguas se mueven ambos rivales durante una campaña electoral ya catalogada como la más cara de la historia, pues se espera que los gastos en la actual contienda alcancen los 5,2 mil millones de dólares, según el Center for Responsive Politics, un grupo no partidista que rastrea el dinero en la política.


Con un entramado de este tipo que se repite de forma invariable en el sistema electoral estadounidense, las posibilidades de aspirantes presidenciales de terceros partidos o independientes de tener algún peso en los comicios son remotas, y la ecuación, una vez más, se reduce a las dos fuerzas bien establecidas del establishment político.

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