Un Maradona gigante: un Diego 10

dirigir a Dorados de Sinaloa

Por Fausto Triana

La Habana, 26 nov (Prensa Latina) Hace 33 años tuvo la gentileza de regalarme un balón autografiado con dedicatoria para mis hijos: «con tanto amor, Diego 10″.


Pero no fue la última vez que compartí con el Pibe de Oro, Diego Armando Maradona, sencillo y humilde por naturaleza y origen, aunque a veces se digan otras cosas. Con razón, Argentina y el Planeta Fútbol lloran hoy sin consuelo su desaparición física.


Su nombre está asociado a una época gloriosa del balompié argentino y nunca se ha dejado de mencionar a la hora de las eternas comparaciones: ¿Maradona o Messi?, ¿Maradona o Pelé?
La pregunta quedará eternamente sin respuesta, no por el deceso inesperado del Pelusa este 25 de noviembre, sino porque sería imposible hacerlo. Epocas distintas, estilos de juego y tecnologías disímiles.


Lo recibí en el aeropuerto José Martí de La Habana en la noche del 23 de julio de 1987, junto, entre otros, al principal gestor de la invitación a Cuba, Elmer Rodríguez, y otros directivos de Prensa Latina. Iba a recibir el premio al Mejor Deportista Latinoamericano, como flamante campeón en la Copa del Mundo de México-86.


No fue difícil acercarse en un plano desenfadado al artífice principal del éxito albiceleste en tierras mexicanas. El tema de su predilección, aparte del fútbol, la familia. Y muy especialmente su primogénita, Dalma Nerea, entonces de tres de meses de nacida, a quien tuvo el orgullo de presentarme.


Acompañarlo en algunas de sus visitas a entidades deportivas y culturales en La Habana me dio la oportunidad de conocerlo más, como ser humano. Dalma Nerea era una bebé tranquila y fácil de granjearse el cariño de todos.


«Tenés hijos», me preguntó Diego. De dos años (Michel), uno Dalila, respondí. Y nunca más le mencioné sus nombres, si bien con frecuencia me preguntaba por ellos.


Otra encomienda impostergable de trabajo me obligó a separarme de Maradona hacia el final de su estancia en Cuba, luego de recibir un precioso trofeo de cristal de Bohemia, República Checa, en la elegante La Maison en la noche del 26 de julio de 1987.


Era el lauro otorgado por Prensa Latina, con el concurso de más de un centenar de medios de la región y otras latitudes que no dudaron en votar por el autor de goles antológicos y de la famosa Mano de Dios en México-86.


Muy tarde en la noche nos fuimos al Pabellón Cuba, en el corazón de La Rampa habanera. Cuando entramos todo estaba tranquilo, hasta que un chico tomó el micrófono para gritar: «caballero, tenemos aquí a Diego Maradona».


Nos dimos un abrazo de despedida ante mi salida inminente hacia los Juegos Panamericanos de Indianapolis 1987. Fue cuando le pedí un souvenir y prometió dejarme un balón autografiado que me haría llegar.


Con asombro y emoción, a mi regreso a Cuba, recogí la pelota que tenía la inscripción y los nombres de mis hijos: «Para Michel y Dalila, con tanto amor, Diego 10».