México, 3 nov (PL) El grito estremece la plaza como si el llamado, en lugar de buscar a la multitud de la explanada, quisiera llegar a los seres detenidos en el más allá a la espera de la voz que desde aquí los invoca.
En lo alto del escenario la actriz apela a la muerte, la misma que suele crear pánico y despertar temores, pero que hoy, en el Zócalo de la capital mexicana donde han tenido su escenario tantos eventos trascendentales, es reverenciada como una amiga.
Para la mirada extranjera el 2 de noviembre puede despertar una curiosidad inmensa: las calles se muestran repletas de ofrendas y fotos de difuntos, caminos de pétalos conducen hasta altares consagrados a quienes dejaron el mundo de los vivos, velas encendidas parecen faros que guían el regreso de las ánimas.
Sin embargo, para los mexicanos es otro año de tradición, otro noviembre dedicado a rememorar a los que se fueron, a venerarlos en cementerios y plazas públicas, en hogares y avenidas, otro Día de Muertos en el que vuelven a combinar el amor por los que han partido con el ingenio y la tradición.
«Esta celebración es una de las que más me gustan», dice a su padre una pequeña ataviada con un disfraz de Catrina, la misma Calavera Garbancera creada por el ilustrador José Guadalupe Posada en 1910 y a la que el muralista Diego Rivera legó su nombre final, con el cual se ha convertido en símbolo de México.
«Me encanta esta costumbre», repite la pequeña, quien quizás todavía desconoce que en la colorida evocación de la muerte existe una mezcla de tradición precolombina y religión católica, pero ya es capaz de percibir el modo en que estas prácticas traslucen las esencias de una nación.
«Nadie vive para siempre, ni los príncipes», reza el cartel sostenido ante un altar, uno de los tantos recordatorios que por todas partes advierten cuán efímero es el paso por este mundo.
También abundan las cadenas de papel morado y amarillo, representación del enlace entre la vida y la muerte, al tiempo que decenas de vendedores exhiben entre sus propuestas las llamativas calaveras azucaradas, originarias de los pueblos mesoamericanos.
Pero las grandes protagonistas de la noche son las amarillas cempasúchiles, también conocidas como flores de los 400 pétalos, cuyos ramos adornan todos los altares y sus corolas son diseminadas por el suelo para, de acuerdo con la costumbre, recordar a los difuntos el camino a casa.
Entre flashazos de cámaras fotográficas y el grito evocador de la actriz que continúa en el amplio escenario colocado al centro de la plaza, los visitantes se deleitan con el color y el ingenio de las ofrendas y los altares, y con los llamados que muchos vienen a hacer a sus muertos.
Son numerosas las personas que prefieren ser solamente observadoras, mientras para otras la celebración es todo un ritual que exige disfraces, maquillaje, instrumentos típicos, entrega total al espíritu de la fecha.
Niños y adultos lucen trajes vistosísimos: por allá va la evocación de algún imponente jefe indígena, en este lado pasea una dama dieciochesca, más lejos una novia cadáver muestra para las fotografías su tétrica sonrisa, y hasta un par de pequeñas momias ensangrentadas corren indetenibles delante de dos padres risueños.
Y como las tradiciones nunca están exentas de los aportes de la contemporaneidad, abundan por todo el Zócalo los zombies dignos de Hollywood, una Alicia acompañada del Sombrerero Loco, y hasta algún superhéroe cargado de poderes.
Quizás los fallecidos ya volvieron a su reposo eterno, probablemente las ánimas retornaron a ese lugar desde donde nos miran imperceptiblemente; pero el 2 de noviembre aquellos que se fueron hace mucho o poco tiempo vinieron al encuentro con los suyos.
Al menos así lo creen los millones de mexicanos que dentro y fuera del país aprovecharon la fecha para mostrarles a sus muertos el camino de regreso, ese que iluminan año tras año hasta la llegada del momento inevitable en que sean los difuntos quienes les den la bienvenida del otro lado.