Magos y divinos en las Copas del Mundo

Por Damián Estrada

La Habana (PL).- La frustración de fallar un penal en el más dramático momento no impidió a Roberto Baggio entrar en la lista de los bendecidos con el don de deleitar a los más exigentes amantes del deporte de las multitudes.
Nacido en la remota región de Caldagno, en la provincia italiana de Vicenza, Il Divino Codino, como sería nombrado en la posteridad por su peculiar estilo de cabello y su fe budista, sería artífice de uno de los estilos más técnicos y elegantes que el fútbol de ese país ha podido ofrecer en su historia.    La aventura mundialista del menudo chico de Caldagno comenzó en 1990 en tierras alemanas, bajo la batuta de Azeglio Vicini.
El joven de 23 años marcó dos goles, a pesar de jugar como suplente: el gol del torneo contra la extinta selección de Checoslovaquia y el que inauguró el marcador del partido que concedería a Italia el tercer puesto, en detrimento de Inglaterra.
Cuatro años le bastaron al delantero para foguearse y devenir máximo exponente del balompié en su nación y, para muchos, del mundo.
Un Balón de Oro en 1993 por su desempeño en el club turinés Juventus justificaba la expectativa creada por una selección que desde 1982 no llegaba a la final de un Mundial.
El evento se realizó en Estados Unidos, una decisión polémica por la casi nula popularidad del fútbol en aquel país, y Baggio anotó la nada despreciable cifra de cinco goles, elevando aún más las esperanzas de la afición, que quedó devastada al perder en la final frente Brasil por penales, cuando Il Codino falló el decisivo.
Aquella tarde del 17 de julio de 1994 su mito decayó drásticamente. Los siempre intransigentes seguidores del deporte en el país mediterráneo no podían creer que su máximo ídolo fuese quien diluyera toda posibilidad de alzarse con el trofeo, en los que fueron sin duda los más sentidos segundos de su vida.
En 1998, el ligero ariete ya arribaba a sus 31 años de vida, lo que no menguaba la exquisitez de su juego y su condición de líder extraordinario de los azzurros; pero era el momento de otro futuro astro, el del francés Zidane, cuyo equipo doblegó al de Baggio, que a pesar de marcar dos tantos mundialistas cayó en cuartos de final.
Roberto Baggio nunca vivió ese dulce momento que añoran todos los genios del deporte: coronarse campeón del mundo. Sus finos regates, precisos pases, remates y tiros libres no hicieron justicia a uno de los más selectos jugadores de los que alguna vez pisaron un terreno, aquel muchacho de Caldagno.

FRANZ BECKENBAUER
La imagen de aquel joven debutante que a merced de los inspirados ingleses en su patio quedara relegado a un segundo lugar con sabor a derrota no era más que un espejismo.
Ese joven era Franz Beckenbauer y le sobraría el tiempo para demostrar la estirpe de campeón de la que estaba hecho. Aquella Copa del Mundo que se le escapaba, en 1966, era sólo el preámbulo de quien sería uno de sus más preciados competidores.
Nacido el 11 de septiembre de 1945 en una Alemania marcada por la huella de la Segunda Guerra Mundial que sumía a sus habitantes en la más profunda miseria y desunión, Franz tuvo sus primeros roces con el balón a la temprana edad de ocho años.
Desde joven destacó por su versatilidad, adaptándose a jugar en cualquier sector del terreno, lo que era respaldado por una técnica depurada, poco común en los medio centros de aquella época, a menudo relegados al papel de «cerrojos» defensivos.
Su progresión a nivel local fue meteórica y a los 20 años recibe su primer llamado para integrar la selección absoluta de la entonces Alemania Federal, con la responsabilidad de conducirla al Campeonato Mundial, el cual no ganaban desde 1954.
Beckenbauer no defraudó, y además de liderar a un modesto plantel durante la etapa clasificatoria, al arribar a tierras inglesas mostró su entrega y pundonor al terminar el torneo con cuatro goles y una medalla de plata que no redimía la derrota ante los anfitriones.
En México 1970, el inventor del término líbero, responsable del equilibrio entre defensa y ataque, marcó un importante gol, lo cual no evitó que la escuadra germánica quedara tercera, por debajo de un omnipotente Brasil, que derrotó a Italia 4-0.
Su redención vendría cuatro años más tarde, cuando capitaneó a su selección en suelo nacional hasta la final de 1974, coronándose campeón tras derrotar a la temible Holanda de Johan Cruyff en un épico encuentro, su último en las Copas del Mundo.
Pero para «El Kaiser», como se le conocía, los éxitos mundialistas no se limitarían a su presencia en el campo, pues en 1990 conquistaría la lid desde el banquillo, como mentor y responsable de jugadores de la talla de Lothar Matthaus, un hito aún no igualado por otro campeón como futbolista en activo.
Jugador calmado, pero con un fuerte carácter dentro y fuera del terreno, Franz Beckenbauer pasará a la historia como el que nos enseño que éste deporte no sólo se basa en goles, sino en saber jugar con los pies, pero también con el corazón.

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