Carnaval de Río: época de la euforia y el instinto

Por David Corcho

La Habana.- (PL) Justo cuando todo Brasil desespera de tanto trabajo y
los periódicos anuncian su habitual monotonía de guerras y crisis, Río
de Janeiro celebrará el carnaval más famoso del mundo a partir del 14
de febrero.
Nadie sabe con certeza cuándo comenzó a celebrarse lo que para muchos
es toda una fiesta de sudor, erotismo y desenfreno.
El sociólogo brasileño Roberto da Matta, en su magnífico ensayo sobre
el Carnaval, remonta sus orígenes a las fiestas populares del Medioevo
en Europa.
Emigrantes portugueses trajeron desde el viejo continente sus
costumbres y celebraciones, que se fundieron en América con los
festejos propios de las clases bajas y los ritos indígenas y
africanos.
Entre las celebraciones emparentadas con el carnaval, destaca una
antigua fiesta proveniente de Italia, cuyas primeras manifestaciones
aparecieron en el Renacimiento: la entrada.
Las crónicas medievales la describen como una ceremonia donde los
habitantes de una villa recibían solemnemente a su señor feudal.
Un príncipe llegaba a una ciudad vasalla y aunque recibía todas las
solemnidades propias de su título, su visita se ampliaba en fiesta
popular, con abundancia de comida, bufones, vendedores ambulantes,
poetas y otros representantes del mundo plebeyo.
A inicios del siglo XIX la entrada fue prohibida en muchas ciudades de
Europa, porque las clases altas la consideraban un hecho desagradable,
donde las personas violaban las reglas básicas de salubridad e
higiene.
Pero los pueblos americanos, tan poco dados a respetar normativas y
siempre dispuestos al goce y la lujuria, revivieron con el paso del
tiempo las procesiones vernáculas que habían muerto del otro lado del
Atlántico.
A fines de ese mismo siglo, los cordões («lazos», en portugués) fueron
introducidos en Río de Janeiro y consistían en grupos de personas que
caminaban por las calles tocando música y bailando.
Historiadores brasileños aseguran que los cordões fueron los
antecesores de las modernas «escolas do samba».
Mangueira, Portela, Salgueiro, Beija-Flor, son algunas de las más
conocidas, cuyas carrozas llenan de gritos, movimientos sensuales y
luces los 500 metros del Sambódromo diseñado por el arquitecto ûscar
Niemeyer y abierto al público en 1984.
Aunque Río de Janeiro es el punto cenital del ruido y la algarabía,
durante los días de fiesta, plazas como Sao Paulo y Bahía le disputan a la ciudad primada el esplendor de los vestidos y la belleza de las mujeres.
«El gran protagonista de la ocasión ※comenta Da Matta※ es el cuerpo humano».
«Nadie que haya estado inmerso en la crepitación del Sambódromo, o en
alguno de los centenares de bailes desparramados por las calles de la
ciudad, podría permanecer ajeno al desenfado con que allí se exhiben
todas las partes del cuerpo».
«Los talones y el cabello, el ombligo y las axilas, los codos y los
hombros se lucen con una soberbia, confianza y orgullo de sí mismos,
demostrando a los ignorantes que no hay rincón de la arquitectura
física del ser humano que no pueda ser fuente de excitación y de
placer».
El destacado semiota ruso Mijail Bajtín, en su libro sobre Francois
Rabelais, arguye que el carnaval es la respuesta del pueblo a los
patrones establecidos de la moral y la belleza, una negación
vociferante y frenética de las categorías sociales, de las fronteras
que tienden a separar y jerarquizar a las clases y a los individuos.
El Carnaval, en su ebullición y despilfarro de energía, reconcilia al
pobre con el rico, a la mujer con el hombre, al blanco con el negro y
el indio, al empleado y al patrón, en una fiesta que todo lo iguala y
lo confunde, durante un paréntesis de ilusión, con música y sexo por
doquier.
Con la construcción del Sambódromo, las autoridades brasileñas
lograron sujetar el Carnaval a ciertas reglas de urbanidad, pero ni
siquiera así pudieron arrebatarle toda su vivacidad anárquica, su
desparpajo, pues aún sobreviven los saraos espontáneos en los barrios
más pobres.
El socióloga brasileño Darcy Ribeiro cuenta que incluso en las calles
de la muy burguesa Ipanema, pueden verse en las madrugadas de
celebración, grupos de turistas que, vestidos o semidesnudos, bailan
detrás de las orquestas y se besan y acarician ante las miradas
atónitas de los vecinos.
Para Ribeyro el carnaval no es solo ese momento del año en que irrumpe
como una erupción volcánica todo lo irracional y peligroso que guarda
el hombre brasileño dentro de su ser; es también un mecanismo de
control político.
Asegura que mientras existan tales fiestas los ciudadanos más
descontentos, los que subsisten con sueldos insignificantes, los
marginados, los envidiosos, los siempre insatisfechos con la vida,
encontrarán un instante de desahogo.
Cada hombre o mujer tendrá su segundo de euforia y entonces podrá
volver al trabajo más tranquilo y controlable, menos dispuesto a
cuestionar las miserias cotidianas o las torpezas de los políticos.
El Carnaval es la gloria de los plebeyos, la revuelta momentánea
contra la razón y el buen vivir de los ricos y poderosos.

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