Nobel, gracias al ajedrez

Por Por Oscar Domínguez G

Bogotá, 27 abr (PL) Con el perdón de los dueños de García Márquez yo también conocí al fabulista de Aracataca. Es más, al cumplirse un año de su enroque largo, puedo decir que fui mejor que él en algo: en ajedrez.
Vamos por partes: lo tuve cerca en 1977, en Washington, durante la firma de los tratados Torrijos-Carter. Gabito, como le dice su entorno, viajó invitado por el general Torrijos. El presidente Alfonso López Michelsen presidía el contingente de Macondo. De esa época es esta famosa frase de Torrijos: «No quiero entrar en la historia, quiero entrar al Canal de Panamá. Y se salió con la suya».
Esa vez García Márquez calló como un alfil. Era tímido por negocio y por  estrategia. En su autobiografía insiste en su timidez, algo difícil de creerle porque los caribes como él son lenguas bravas.
Años después, cuando ganó el Nobel, me volví a topar con él en el aeropuerto de Barajas, en Madrid. Nos dio una exclusiva declaración que los chicos de la radio convertimos en extra: «Vamos por el premio a Estocolmo». Ni una coma más. Lo acompañaba su séquito de invitados especiales.
Lo vimos luego en la fría capital sueca en pleno despelote  por el acontecimiento. Lo fotografié con una máquina desechable de las que siempre he utilizado. Si hubiera alargado la mano yo habría salido en la foto. Y la  historia me reconocería como el inventor de la «selfie». O autorretrato, como en España sugiere que digamos.
No «nos» volvimos a ver. Pero esos tres encuentros me curaron de la fiebre de infancia de que se me apareciera la Virgen. Suficiente con Gabo.
Ahora lo del ajedrez. En sus memorias, el creador admite que el jurásico deporte fue antecedente feliz del Nobel de Literatura.
«El Belga no volverá a jugar ajedrez». Esa frase pronunciada a los seis años, después de ver el cadáver del rival de su abuelo, fue contada como una genialidad por el coronel a su familia que le fue sumando arandelas. «Hoy me doy cuenta de que aquella frase tan simple fue mi primer éxito literario», escribió.
En agradecimiento con el juego de los trebejos, muchos de los personajes de sus novelas juegan ajedrez de principiantes. Incluido el Libertador Simón Bolívar a quien un fraile le subía la moral dejándose ganar.
Pero fue un poeta el que le enseñó a «mover sin arte ni fortuna» las piezas en el Bogotá de los años sesenta. Se trata de León de Greiff,  más bien un principiante en las lides ajedrecísticas.
Lo que dicen sus personajes sobre el ajedrez no da pie para pensar que García Márquez lo jugara siquiera aceptablemente. Como sí lo hacían Nabokov, quien componía problemas, o el francés Marcel Duchamps, un jugador de primera línea.
Esto me lleva a la conclusión de que si hubiéramos jugado una partida lo habría vuelto ripio. (Disculpen la abundancia de escasez de modestia como diría Cantinflas, pero es mi venganza por no haber inventado la «selfie». Y por no haber hecho méritos suficientes para poderle decir Gabito frente a frente).

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