Panamá, (PL) Una familia en Arraiján quedó asustada al ver a una enorme boa en el patio de su casa comiéndose a su conejo.
Esto ocurrió en septiembre del año pasado en el sector oeste de esta capital, cuya zona metropolitana colinda con una frondosa selva, donde la vida transcurre en un ambiente silvestre que los naturalistas intentan proteger de los depredadores.
Es común ver en árboles dentro de la ciudad, a juguetonas ardillas que nerviosas se esconden entre las ramas o saltan de un lado para otro con esa agilidad que las caracteriza.
La conservación a duras penas de lo que se conoce como la Cuenca del Canal de Panamá, permite disfrutar de un medio natural que contrasta con la alta tecnología que transita por la ruta marítima, lo que convierte los 77 kilómetros del trayecto en una gira turística por la jungla tropical.
Gamboa es uno de los lugares escogidos como base para explorar la vida salvaje que lo rodea, donde las especies conviven en su hábitat, en la lucha por la supervivencia que imponen la Madre Natura y los excesos del hombre.
Se encuentra a pocos minutos de la ciudad por carretera y es un punto intermedio en la vía interoceánica, justo sobre el río Chagres, el principal afluente del Lago Gatún, embalse artificial construido para facilitar el funcionamiento de las esclusas del Canal.
Una guía de nombre Sahimí nos llevó en un recorrido acuático, adonde fue llamando la atención de cada elemento extraordinario que al visitante pudiera impactar, y que comenzó con la cercanía a un enorme porta contenedores cuyas dimensiones lo identifican como Panamax.
A su lado, nuestra pequeña lancha semejaba una cáscara de nuez, y la explicación fue precisa: «estas son las mayores embarcaciones que pueden cruzar por el momento por el Canal, hasta que concluida la ampliación, pasen los Post Panamax, mucho más grandes que estos».
El aspecto turbulento de las aguas provocó la curiosidad de los excursionistas y Sahimí se dispuso a disipar las dudas. Apuntó a un barco que sacaba lodo del fondo y precisó: «esa draga profundiza el canal por donde pasarán los buques de mayor calado».
Al instante se volvió hacia la ribera y señaló a lo lejos un frondoso árbol de coloración amarilla que contrastaba con el verdor de su entorno y dijo: «ese es un guayacán, que florece así cuando se acercan las lluvias».
El lanchero detuvo la marcha, giró el timón y enfiló hacia la orilla donde se divisaba un pequeño cocodrilo tomando el sol con las fauces abiertas.
En estas aguas hay muchos -afirmó la guía-, lo que puso en guardia a los tripulantes no habituados a navegar en zonas de aparente peligro, y de inmediato todos empezaron a rastrear infructuosamente los alrededores en busca de otro ejemplar que nunca apareció.
Sahimí habló entonces de la colonia de los monos aulladores que habitan en un lugar cercano, pero que no siempre se dejan ver por los excursionistas, aunque el grupo tuvo la suerte de que una familia completa jugueteaba de rama en rama muy cerca de la orilla.
El espectáculo parecía ensayado múltiples veces, y una decena de ejemplares saltaban con agilidad para quedarse en ocasiones colgados solo de su cola, mientras emitían sus ensordecedores gritos por los cuales tienen bien ganado el nombre.
Un simio de la especie cariblanca se subió confiado a una lancha cercana, en busca tal vez de algún alimento, pero al no recibir comida, tranquilamente se marchó a sus árboles aunque antes «posó» para los lentes de las múltiples cámaras fotográficas.
En un recodo de la ruta, la frondosa vegetación parecía querer precipitarse sobre el agua y solo de vez en vez pequeños claros o trochas hechas por los animales permitían observar más adentro.
Al estar muy cerca de la orilla, llama la atención que en las raíces de los mangles decenas de ostiones o almejas de agua dulce son testigos de que el hombre no frecuenta estos lugares, o lo hace con respeto al entorno.
Más allá, en su improvisado solarium sobre la piedra, una tortuga pintada, conocida como jicotea en otras regiones, miraba a los intrusos que se acercaban lentamente hasta que a una distancia prudencial escapó bajo las aguas.
Resulta difícil de lejos percibir cuántas tonalidades tiene el verde de la vegetación de la zona, que permite el contraste con cualquier otro color de las flores y las ramas secas.
Varias aves revolotean cerca del bote como en misiones de inspección a los invasores de su territorio. Sahimí menciona nombres de especies y alguien pregunta por el ave nacional, «el águila harpía», pero la guía asegura que no se avista por esta zona.
Dentro de esa selva húmeda que tenemos delante habita el temido jaguar, una especie en extinción a causa de la deforestación que destruye su hábitat, la cacería furtiva y de sus presas que sirven de sustento. Tal vez por eso ni uno asomó sus fauces entre la maleza, aunque quizás alguno nos acechó.
La guía explicó que conviven también en este bosque el venado de cola blanca, el armadillo, el tapir, el oso perezoso y el hormiguero, el mapache, la serpiente verrugosa, la boa constrictor, y muchos más que pueden apreciarse a pie por sus senderos.
El Parque Nacional Soberanía, que ocupa la ribera Este del Canal de Panamá, desde el Pacífico hasta el Atlántico, donde se encuentra Gamboa, es un área protegida en la que rigen leyes de conservación como refugios de vida silvestre, con prohibición de caza y tala de árboles.
Su área de 19 mil 545 hectáreas de masa forestal es el hábitat de más de mil 300 especies de plantas, 525 de aves, 105 de mamíferos, 79 de reptiles y 55 de anfibios, entre otros.
La tranquilidad que trasmite este ambiente natural con sus olores característicos y los ruidos del bosque, son como una invitación a buscar un sendero y comenzar la exploración a pie por la densa jungla, pero… eso quedará para otra expedición, porque a fin de cuentas la selva está al borde de la ciudad.
Panamá: la selva al borde de la ciudad
Por Osvaldo Rodríguez Martínez / Foto: Twitter