Por Víctor M. Navarro
Cuando se juntaba con los cuates le decían El Rorro. Desde aquel entonces cada viernes y sábado había fiesta en el barrio; lo que sea de cada quién, pero la música es el motorcito que mantiene viva a la palomilla, es el gran milagro que nos reivindica de la pena de haber nacido.
El Rorro era de esos que siempre llegaba a las fiestas bien vestido y bien servido, el figurín ataca gacho la leyenda urbana para engrandecerla, bueno para el dance y los golpes, un maestro del retinto, el cristalazo y el dos de bastos, excelente alburero y más o manos galán. Un tiempo fue el mero jefe de la banda, bien conocido en todo Tacubaya y alrededores, cabaretero de corazón: era cosa de llegar cualquier día de la semana a El Ratón, El Caballo, El San Pancho, el Balalika o etcétera, las muchachas corrían a saludarlo, a veces hasta su misma hermana estaba fichando en esos centros de abasto popular…y como si película de la época de oro del Kino mexicano fuera: qué pasó mi rey, a dónde mi pachucote, bailamos nene, qué milanesas yo creí que ya morongas…
El Rorro fue, de hecho, quien nos enseñó a los cuates todas esas movidas que uno tiene que hacer para vivir. En este momento me llega el recuerdo del chavo de vecindad, del raterillo hijo de un padre alcohólico y una madre prostituta, sobrino del tío bastardo que se volvió diputado y dio inicio al arribismo salvaje para convertirse de raterillo a raterote.
Entonces aprendimos la maña de magaña, y era El Rorro la imagen del más fiel al barrio y a la banda, nos dejaba sentir la hermandad, se la rifaba por cualquiera de nosotros. Ahora las cosas han cambiado, el dedo está en la llaga: hace uno o dos meses que El Rorro se metió de tira, a la policía, pues…suponemos que lo obligaron con amenazas a su familia y claro, dos que tres calentaditas. No sabemos si anda de judas en la procu del DF o en la General, pero lo que sí sabemos es que anda cante y cante con la chota, ya hasta le pusimos el concertista.
El Rorro, ídolo, mesías, redentor, esencia. Él, quien conoce lo códigos y lenguajes de la banda, los escondites que hay en el barrio, los lugares de reunión y despapaye: él, que organizó hace años las primeras palomillas, ahora es un traidor.
Claro, el hambre es dura, pero hacer lo que hizo El Rorro es no tener dignidad ¿no? Ahora anda dando vueltas en un carro de agentes, y recorre la colonia, busca en las vecindades, en los viejos bodegones y callejones, viendo, buscando a quien apaña. Ya son cinco los cuates que han caído, y los otros han tenido que pagar varios miles de pesos, pues se han quedado guardaditos un rato. Y no es que uno se haga pasar por un santo, ya lo sé: todos tenemos errores, pero hay acciones que de veras hacen temblar al más pintado. Eso de convivir desde niños, de ser cuate de los cuates, participar y aún proponer atracos y movidas, nacer en el barrio sobre todo, ser del terruño para luego volverse en contra de todo lo que somos y significamos de la manera gandalla, ventajosa y artera, pues no sé pero es tener muy poca ma…dera.
Ahora El Rorro sigue igual de vicioso pero del lado de la ley, sigue robando pero del lado de la ley, es un maleante mal habido pero del lado de la ley, a lo mejor hasta diputado o político se vuelve, va que vuela. Ahora El Rorro tiene ingresos y droga seguros, su trabajo: reconocer a los antiguos camaradas, señalarlos y hacer el negocio. Dicen que hasta sus amigos de la infancia han tenido que vérselas con él,me recuerda la frase de mi tío:“ en el puerco todo es negocio, en el negocio todo es puerco y aplica en la política”.
Ahora El Rorro trae el pelo corto y se viste con trajes de cuadritos, usa anillos brillantes y esclavas o pulseritas de orégano, carga una veintidós con sobaquera y continúa cultivando esa acostumbrada violencia que lo llevó a encumbrarse.
Ahora ha dejado de jugar con nuestras reglas y obedece las de los peces gordos.
Ahora no puede vernos a los ojos, pero sí golpearnos y en una escalada de violencia destruir su propia vida, su cuna, su razón.
Ahora puede reconocer que su vocación era establecer la ley de los lobos.
Sin embargo, cuando en la tarde las sombras se hacen grandes en el edificio y la luz neón cubre la ciudad poco a poco, me llega un recuerdo de El Rorro y me convenzo de su muerte: descanse en paz.