Dice don Armando Fuentes Aguirre, el popular «Catón», que «como México no hay dos… y ya casi no queda ni uno».
A veces, como a lo largo de la semana que pasó, van surgiendo datos o se presentan informes que le dan sentido a la sentencia del escritor coahuilense.
Y es que los mexicanos no podemos más que quedarnos con una gran preocupación cuando conocemos informes como el presentado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, respecto a su visita in loco a nuestro país, en el que se expone con toda crudeza esa realidad que a veces no vemos o a la que en ocasiones nos resignamos.
Inquieta que el órgano interamericano protector de los Derechos Humanos considere que la situación en nuestro país está en grave crisis caracterizada por una situación extrema de inseguridad y violencia, que se presenten desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y tortura en medio de una gran impunidad.
Además del gobierno, no creo que sean muchos los que se atrevan a negar esta realidad y eso es precisamente lo que indigna, pues la autoridad se ha vuelto ciega a esa problemática que se va engrandeciendo ante la falta de acciones decididas que le regresen la tranquilidad, la paz y la seguridad a esta nación.
En su libro México, la gran esperanza (Grijalbo, 2011), el presidente Enrique Peña decía: «El panorama es desolador. Mayor violencia y más grupos criminales han provocado profundos daños en el tejido social y dolor entre sus víctimas, afectando severamente el desarrollo económico y la competitividad del país.»
Sin duda el diagnóstico fue puntual, sin embargo la situación se mantiene e incluso parece que se ha agravado, pues, más allá del discurso, la delincuencia se muestra incontenible y la sangre sigue bañando al país.
Datos del INEGI que arroja la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre la Seguridad Pública 2014, muestran que en ese año se cometieron 600 mil delitos más que en 2013. 22.8 millones de personas adultas fueron víctimas de un delito y en un tercio de los hogares del país hubo al menos una víctima de delito.
Y la tendencia sigue: sólo en la Ciudad de México, de acuerdo a un reporte de The Wall Street Journal el número de homicidios se elevó 21 por ciento en el periodo enero-agosto de 2015.
Las medidas tomadas por esta administración, como se ve, no arrojan ningún resultado, más allá de los que puedan corresponder a unas cifras maquilladas que se hacen a partir de una reclasificación arbitraria de los delitos.
Resulta sospechoso que disminuya el número de secuestros pero se incrementen los delitos de privación de la libertad, o que bajen los homicidios ligados al crimen organizado per se y incrementen los muertos por asuntos pasionales o por pleitos de cantina.
Esta actitud de reclasificar delitos para favorecer estadísticas fomenta la impunidad, pues implica que el delincuente no reciba la sentencia que realmente corresponde, además de que sigue dañando el tejido social y la confianza ciudadana. Basta ver que de acuerdo a la misma Encuesta Nacional de Victimización, del total de delitos cometidos, sólo en el 7.2 por ciento se inició averiguación previa, lo que implica que el 92.8 por ciento no fueron denunciados.
Como bien lo dijo el presidente en el citado libro, la delincuencia afecta el desarrollo económico del país; por ello la creación de las zonas Económicas Especiales que recientemente se anunció para el sur de México tiene un handicap en contra pues no son la panacea; de hecho, a nivel mundial, 50 por ciento de las que se han creado ha fracasado. Además, es necesario, primero, que en dichas zonas se restaure la vigencia del Estado de Derecho.
Oaxaca, Chiapas, Guerrero y Michoacán adolecen del mismo mal: la legalidad y la seguridad jurídica son letra muerta. Solo en Chiapas la tasa de incidencia delictiva es de 19,000 víctimas de delito por cada 100,000 habitantes. En Guerrero y Michoacán, en particular, la delincuencia organizada ha sentado sus reales, pero en todos se ha notado hasta ahora una incapacidad de los gobiernos locales para hacer valer la ley, además de un abandono de la autoridad federal que se aleja de las entidades, dejando que sus habitantes se rasquen con sus propias uñas.
Los programas que pretenden llevar progreso a estas entidades tan pobres requieren hoy mucho más de los 115 mil millones de pesos proyectados a largo plazo: necesitan de un fortalecimiento del Estado de Derecho y el restablecimiento de la cultura de la legalidad para entonces sí creer en el crecimiento prometido, pues cabe ahora la pregunta que se hacia el escritor polaco Stanislaw Jerzy Lec, «¿Significa progreso que el antropófago coma con cuchillo y tenedor?
Ahora bien, el desarrollo económico no sólo de éstas zonas sino del país en su conjunto, pasa también por una modificación urgente de muchas de las prácticas y políticas de este gobierno.
La transparencia, la reorientación del gasto y la redefinición de objetivos son la puerta de entrada a una etapa de crecimiento posible, aún en época de turbulencia financiera mundial.
El ajuste al gasto diseñado por el gobierno federal ante la disminución de ingresos petroleros, le puso una mordida al gasto de inversión, el cual se reduce en 21 por ciento, mientras que el gasto corriente sólo se ajustó en uno por ciento.
El gasto en inversión es el que reinyecta a la economía productiva; los impuestos cobrados por el gobierno generan empleos y crecimiento económico, por lo que no se entiende que se disminuya el gasto en inversión y no la de todos aquellos gastos gubernamentales que llenan de servidores y privilegios a una burocracia que cada vez es más obesa por el rédito político que le acarrea al partido en el poder.
Es necesario reajustar el presupuesto para otorgar más recursos a la inversión productiva, pero también se debe promover que estos recursos se ejerzan de manera transparente. No solo son los casos de HIGA, la Casa Blanca y OHL, pues algo más debe estar oculto en el ejercicio del gasto si consideramos datos hechos públicos por el Observatorio Económico México Evalúa, de los que se aprecia que, de acuerdo a Compranet, este año se tenían registrados 104,768 proyectos de obra pública, de los cuales 66 por ciento se otorgaron por adjudicación directa y sólo 20 por ciento por licitación pública. Además, del total de contrataciones, 23 por ciento fue electrónica, 10 por ciento presencial y 42 por ciento dejan el rubro vacío, por lo que no se sabe cómo se dio la contratación.
Por otra parte esos 220 mil millones de pesos que disminuyó el presupuesto de inversión física para el 2016 implican que la infraestructura no se modernice, estancando la productividad a la que van atados los incrementos salariales en un sistema de libre mercado.
La forma de sustituir el gasto público por inversión privada es mediante la generación de incentivos fiscales a los que el gobierno repele, negándose a escuchar el clamor del sector empresarial que ha sido afectado por una reforma fiscal que ha frenado el crecimiento al tener una orientación meramente recaudatoria.
Ha sido evidente la incapacidad del gobierno para ejercer los recursos públicos al presumir niveles récord de recaudación y con un brutal incremento de deuda, pues sólo en los primeros ocho meses de este año se incrementó el saldo histórico de los requerimientos financieros del sector público en 796,400 millones de pesos; el gobierno no ha sido capaz de generar valor agregado e influir en el crecimiento del Producto Interno Bruto.
No cabe duda que Enrique Peña Nieto advierte, con razón, el riesgo real del acecho del populismo. Veo en Andrés Manuel López Obrador un demagogo y en su posible llegada a la presidencia un riesgo de limitaciones a las libertades básicas como las de expresión y asociación, además de una persecución contra quienes no piensan como él. Creo también que el país está en una situación tan deprimente que los ciudadanos confían más en las personas que en las instituciones y que para un desesperado cualquier agujero es salvavidas. El presidente debiera ver la viga en el ojo propio, enderezar el camino y reconocer que el regalar televisores y conceder pensiones no es una alternativa.
Son necesarias medidas que fortalezcan el empleo, la seguridad y el salario para que la pensión del trabajador adquiera niveles dignos y pueda pensar en incrementar su aportación que actualmente es del 6.5 por ciento de su salario, mientras que el promedio en los países de la OCDE es del 12 por ciento.
La labor es de todos, pues el PAN debe retomar su propuesta de incrementar el salario para que se ajuste al mandamiento constitucional. Que no sólo haya sido una estrategia de mercadotecnia política, sino que se retome el pensamiento de su último ideólogo, Carlos Castillo Peraza, cuando dijo que quisiera que Acción Nacional sirviera «a aquellos que no siquiera pueden pensar en votar porque antes tienen que pensar en comer.
El país está en un momento tan difícil que tal parece que como México no hay dos y casi no queda ni uno. Lo peor es que con las estructuras actuales el futuro pinta para seguir igual.
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