Recientemente leía en un espléndido artículo de moisés Naim la siguiente reflexión: «Una democracia no se mide por lo que pasa el día de la votación, sino por la manera en que el gobierno se comporta durante su mandato».
Hace mucho tiempo en nuestro país el voto era un instrumento de legitimación de las decisiones del presidente de la República quien, como gran elector, determinaba a quien le daba el mando en un determinado territorio o quienes gozarían de las mieles del presupuesto sentados en un escaño o una curul, prestos apara atender sus indicaciones.
Con el tiempo y dada la descomposición del régimen presidencialista del partido único, el voto fue adquiriendo el valor que realmente le correspondía, como un instrumento de expresión de la voluntad de los ciudadanos. Sin embargo, esta solo se refirió a cuál sería la persona a la que se le daba el poder y no sobre el proyecto de nación que se buscaba implementar. Ese es uno de los principales fallos de la democracia mexicana: que los ciudadanos al votar manifestamos qué es lo que ya no queremos y no dejamos claro qué es lo que buscamos. En nuestro país el voto es un medio de castigo y no el cimiento de la construcción de un proyecto.
Estoy convencido de que esa gran deficiencia en la efectividad del voto es lo que ha permitido que los partidos hayan degradado la competencia política a la lucha del poder solo por tener el poder y lograr riqueza con este. Zoe Robledo, senador del PRD, lo sintetizaba en una cruel pero puntual sentencia: Estamos en una época en la que con el dinero se hace política y luego con la política se hace dinero.
El político actual es experto en hacer análisis, un sabio al proponer soluciones, pero un fracaso al momento de implementar las acciones que en realidad contribuyan al desarrollo del país. Destrozan las políticas del funcionario cuando están en campaña, pero al momento en que sustituyen a este son incapaces de intentar algo nuevo y solo continúan con lo que habían criticado y el voto que los colocó en el poder, por deficiencia del propio sistema, no los puede obligar a cumplir con su palabra. En la política los proyectos son personales o de grupo, el de nación es algo inexistente.
Por ello, parados a la mitad de esta administración y juzgándola a partir de la forma de comportarse del gobierno, es una oportunidad para medir realmente nuestra democracia y ver si realmente estamos llegando a algún lado.
El presidente Enrique Peña Nieto y su equipo, en tiempos de la campaña electoral para la presidencia, realizaron diagnósticos por áreas de lo que, según ellos, no estaba funcionando; sin embargo, ya en el gobierno, han mostrado una gran incapacidad para sacar al país adelante y han olvidado los compromisos contraídos y las promesas realizadas.
La sociedad resiente la realidad y desconfía de los números y logros que para alimentar la fantasía de la «nación imparable», el gobierno va presumiendo al tiempo que se niega a hablar claro. El ciudadano se confunde pues lo que oye no corresponde a lo que vive y no entiende el porqué si todo esta tan bien como el gobierno dice, en la realidad todo está tan mal.
Nuestra democracia se vuelve disfuncional, cuando el gobierno va haciendo de lado sus promesas y obligaciones.
La utopía del gobierno austero se desvanece cuando vemos que el próximo año el saldo histórico de la deuda mexicana alcanzará una proporción del 47 por ciento del Producto Interno Bruto con la contratación de más deuda que de acuerdo al artículo 73, fracción VIII de la Constitución, solo podría ser destinada a la inversión productiva, por lo que no se explica uno a dónde irá a parar el dinero, si la inversión para 2016 fue recortada en alrededor de 21 por ciento respecto a este año. En la actualidad cada niño nace debiendo 700 mil pesos y cada familia 300 mil.
El gobierno comprometido en acabar con la pobreza destinó en 2015 recursos por el equivalente al 14.2 por ciento del PIB a programas sociales. Sin embargo para 2016 recortó los recursos pues el gasto en desarrollo social, como proporción del PIB, según datos del Centro de Estudios de las Finanzas Públicas solo alcanzará el 11.4 por ciento.
El planteamiento gubernamental de la política fiscal tiene ya un fuerte impacto en la contratación laboral.
Si bien la tasa de desocupación a Octubre de 2015 es del 4.4 por ciento de la población Económicamente Activa y, comparándola con el mismo periodo de 2014, refleja una disminución de 0.3 por ciento, que representan 80,218 personas desempleadas menos en este año, surge una preocupación cuando vemos que el número de trabajadores subocupados, es decir, aquellos que pueden, quieren y necesitan trabajar más horas, alcanzan los 4 millones 160,241 mexicanos, es decir, 160 mil personas más que hace un año.
Se están generando empleos pero se falla al procurar que la planta productiva cree empleos dignos por las excesivas cargas fiscales de las plazas bien pagadas.
Esto se refleja en la tasa de las condiciones críticas de empleo que el INEGI las clasifica como condiciones inadecuadas desde el punto de vista de tiempo, de trabajo, de ingresos o una combinación insatisfactoria de ambos, la cual pasó de 11.9 por ciento a 13.2 por ciento de octubre 2014 a octubre 2015. Lo que significa seis millones 696, 974 personas que están en estas condiciones donde se paga entre uno y dos salarios mínimos.
En contraste, con los poco más de 600 mil empleos creados de octubre 2014 a octubre 2015, al sector informal se incorporaron 946,219 personas, hasta alcanzar el preocupante número de 29 millones 679,773 mexicanos que laboran sin prestaciones, sin seguro social, sin pagar impuestos y sin contribuir al crecimiento del país porque ante la elevada carga impositiva y la excesiva tramitología les resulta más atractivo estar ahí.
Urge un cambio de rumbo porque si juzgamos a nuestra democracia por el comportamiento del gobierno esta democracia apesta.
Estamos a la mitad de una administración y antes de pensar en entregarnos en 2018 a los brazos de un populista, tenemos que exigirle al presidente que construya una ruta. No tengo duda que hay otros que lo pueden hacer mejor, pero en este momento esos otros no tienen el timón y, por tanto, es a Peña Nieto a quien le corresponde enderezar la nave.
Este gobierno ya hizo los diagnósticos y presumen de tener la capacidad de lograrlo. Es hora de tomar las decisiones y actuar, pues como decía Confucio: «Saber lo que es justo y no hacerlo, es la peor de las cobardías».
Es hora de reorganizar nuestro sistema político y económico. Lograr el desarrollo de las regiones más pobres implica analizar todo lo que tiene la nación para ponerlo al servicio de los que no tienen.
Para lograr la plena democracia hay que reconocer el valor del voto y ponerlo al servicio de un proyecto de nación, no de un caudillo populista ni de un tapado en construcción. El problema es que hasta ahora nadie ha hablado de un proyecto de todos.
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