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Millones de mexicanos esperan hoy el arribo del Papa Francisco a México. Es la séptima visita de un Pontífice a nuestro país: cinco veces vino Juan Pablo II, incluso ya muy afectado por las enfermedades –el mal de Parkinson era su límite terrenal-, sólo una Benedicto XVI a unos meses de su sorpresiva renuncia y Francisco llega por primera vez. Los anteriores no viajaban tanto por una restricción acerca de que debían permanecer en Roma para recibir a los peregrinos y no ser uno de éstos alrededor del orbe. Wojtyla cambió el concepto.
Pese a cuanto se diga, si bien la expectación es muy grande, el argentino Jorge Mario Bergoglio, consagrado Sumo Pontífice el 13 de marzo de 2013 –hace casi tres años-, ha despertado un agrio debate sobre las motivaciones de su periplo por México. Unos hablan de las inversiones –los menos contabilizan 50 millones de dólares y los más expresan que la suma puede multiplicarse incluso por diez-, hasta para “pintar” de verde el césped mortecino en los alrededores de la Nunciatura, y otros esperan, con predisposición hasta mal sana, una secuela de discursos inflamados en defensa de los pobres y los males del país lo mismo encarando al presidente peña en el Palacio Nacional –por vez primera un Obispo de Roma hará de esta sede su plataforma mañana sábado mismo-, que con un serio regaño a los miembros del Episcopado en la Catedral, en donde también recibirá las llaves de la ciudad de México rompiendo los candados del laicismo institucional.
Si Juan Pablo II, con el auxilio del Nuncio Girolamo Prigione –ya de noventa y cuatro años y recluido en su hogar de Alessandria, en el Piamonte italiano-, logró que las administraciones priístas fueran cediendo, poco a poco, a sus presiones hasta conseguir la contundente reforma salinista al artículo 130 de la Carta Magna, promulgada en 1993, el mismo año del asesinato del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo en Guadalajara; Francisco, antes de pisar territorio nacional, ya avanzó en cuanto al derecho de ser escuchado como jefe de Estado en las sedes de los poderes federales al grado de posesionarse del Palacio Nacional y obligar al “izquierdista” jefe del gobierno de la Ciudad de México a acudir a la Catedral, entre Obispos y Cardenales, para rendirle pleitesía. Ya sólo falta que los religiosos, de todas las iglesias, obtengan derecho a ser votados como cualquiera otro mexicano.
Al respecto, recuerdo muy bien las posturas de los secretarios de Gobernación con mayor influencia ante la paulatina crecida de la Iglesia ante el Estado que la había marginada desde antes de estallas, en 1926, la llamada “guerra Cristera”, un duelo de fanatismos extremos entre jacobinos y católicos, que arrojó doscientos mil cadáveres sobre las cruces del martirio en sendos bandos. Un episodio que explica Francisco como una de las demostraciones de que “el diablo ha tomado bola contra México” acaso –dijo- por su fe guadalupana.
Es curioso, sí, que los magnicidios cometidos contra elevados jerarcas de la Iglesia, el Obispo Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, asesinado en San Salvador mientras oficiaba una Misa el 24 de marzo de 1980; y el del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, acribillado en Guadalajara el 24 de mayo de 1993 en el aeropuerto y cuando acudía a buscar a Prigione, no hayan sido objeto de presión alguna de El Vaticano para exigir el esclarecimiento de sendos hechos ominosos a los respectivos gobiernos. Menos mal que a Romero ya lo beatificaron no sólo por las condiciones de su asesinato sino igualmente por su férrea defensa de los derechos humanos en su país y en el continente; lo de Posadas, en cambio, ha pasado a ser un referente que, cada día, se olvida más al aplicarse la infalible “medicina del tiempo” con rastros de amnesia conveniente en las poblaciones manipuladas. ¿Por qué tanta negligencia en la Santa Sede cuando se trata de exigir justicia para sus altos prelados brutalmente silenciados?
Y es aquí donde surge la interrogante sobre el contraste evidente acerca de la protección de las jerarquías eclesiásticas hacia los predadores sexuales quienes, de acuerdo a la estadística difundida por la propia Iglesia, “sólo” suman el seis por ciento de los sacerdotes y seminaristas e incluso de quienes los solapan y encubren desde posiciones de mayor rango, incluso Cardenales como sucedió tras el escándalo periodístico en Boston –pueden asomase al caso si ven la cinta “Primera Plana” recientemente exhibida-.
Esto es: indiferencia sobre el sacrificio de quienes enfrentan los riesgos del poder político y una enorme preocupación por salvaguardar la “imagen” del Estado Vaticano de las denuncias sobre los pederastas con sotanas y demás abusadores, de toda índole, quienes simplemente, al ser descubiertos, reciben la orden de cambiar de parroquia para esconderse de las familias afrentadas que nunca superan el brutal trauma físico y de conciencia; para muchas de ellas la vida espiritual cesa en este punto incluso si optan por callar a cambio de una sucia indemnización.
México, por desgracia, es una de las regiones del planeta en donde los abusos han sido más severos. El escandaloso caso de Marcial Maciel Degollado, fallecido en Jacksonville, Florida, el 30 de enero de 2008 cuando estaba cerca de cumplir ochenta y ocho años –un año menos de los que tiene el Emérito Benedicto XVI quien en diciembre de este año cumplirá los noventa-, manteniéndose en reclusión para orar y expiar con ello sus abusos indefendibles. Una precaria justicia ante el daño monumental causado contra, cuando menos, cien niños puestos a su cuidado.
Por lo anterior, los mexicanos quisiéramos que el Papa Francisco, cuyos discursos vanguardistas han alterado a la Curia Romana tan retrógrada siempre, no obviara este asunto de lesa humanidad y, por fin, decidiera poner en manos de la justicia civil a quienes delincan y pequen aprovechando sus privilegios sacerdotales; porque, hasta hoy, los curas llevados a prisión por sus excesos carnales se cuentan con los dedos de la mano a cambio de miles separados de sus templos y dicterios para ser protegidos por la distancia aunque hayan dejado atrás una larga secuencia de dolor e impotencia, incluso rotas sus devociones y su fe, en sentido contrario al apostolado de los religiosos; si tal no se cumple a cambio de provocar incendios morales, ¿tendría razón de existir la Iglesia, cualquier iglesia? No me atrevo aún a responder a la interrogante.
Sabemos que Francisco, pese a haber subido al Trono de San Pedro apenas hace treinta y cinco meses, lapso pequeño si lo comparamos con el Pontificado de Juan Pablo II quien murió luego de que no pudo emitir palabra alguna desde el balcón de sus aposentos con apenas un hálito de vida, ya se siente enfermo como efecto de males que padece hace largo tiempo. De hecho, el Cardenal Bergoglio renunció a su condición de “patriarca de la Argentina” unos meses antes del Cónclave de 2013, al cumplir setenta y cinco años, como mandan los cánones. Y, pese a ello, fue quien logró la mayoría de votos del cuerpo Cardenalicio, a la quinta votación tras dos días de deliberaciones a puerta cerrada. Ya antes, en 2005, tras la muerte del Papa Wojtyla, compitió cerradamente con Joseph Ratzinger hasta que el propio Bergoglio pidió, con vehemencia, que ya no votaran por él… y Benedicto XVI salió al balcón convertido en Pontífice para serlo por ocho años y renunciar ante el asombro universal.
¿Qué es lo que arroja a los Papas de su elevadísimo encargo? Veintiocho días pudo mantenerse Juan Pablo I, Albino Luciani; ocho años Benedicto XVI y van tres años de Francisco quien, según sus allegados, piensa seriamente en la posibilidad de alejarse ante las fuertes presiones de la Curia y cuanto se relaciona con la avaricia de centenares de altos prelados que pululan por Roma y viven como reyes en sus respectivos países. Choca con ellos la humildad de Francisco y su tendencia a romper los arcaicismos de una Iglesia necesitada de modernizarse ante el rebase de los conceptos sociales básicos. Son millones los feligreses que dan la espalda.
La visita del Papa Francisco pudiera ser la primera no exenta de protestas. Y es que, por desgracia, México está irremisiblemente dividido, dolido, saqueado. No se cree en los mitos aunque algunos demuestren devoción por alguno de los iconos políticos y pretensos mesías de la partidocracia, en cada instituto político, desde Manlio Fabio hasta Andrés Manuel pasando por todos los matices.
Hoy llega; estaremos “empapados” por seis días. Después, hablaremos, sin remedio sobre los efectos.
Debate
El siete –la visita de Francisco es la séptima de un Obispo de Roma a nuestro país-, es un número que define el perfeccionamiento de la vida intelectual y espiritual –ya me faltan siete años para llegar a setenta-, si bien igualmente existe una línea negativa: cómo se habla de las siete maravillas del mundo también se menciona a los siete pecados capitales; siete días tiene la semana y siete son las notas musicales lo mismo que el número de los mares; también son siete los Arcángeles y lo mismo los colores del Arco Iris.
Para los expertos en materia esotérica ello puede marcar el periplo del Sumo Pontífice por la ciudad de México, Morelia, Tuxtla, San Cristóbal, Morelia, Ecatepec y Ciudad Juárez. Siete ciudades en seis días. No quiero predisponerme ante el imperio de la numerología pero algo de misterio existe en todo ello.
Más allá de ello, Francisco apenas conoce la historia y la geopolítica de una nación que, desde Argentina, le parecía lejana, tanto que sólo refirió a la Cristiada –no a la Independencia, guiada por dos curas excepcionales, ni la Revolución en donde la influencia religiosa también se dejó sentir-, como precedente a la violencia actual en nuestra patria al grado de prevenir sobre la presunta “mexicanización” de su país natal. Cual si fuese un estigma derivado de la crueldad brutal de la represión del Estado. Y, por ello, debe cuidar citas, palabras y sentencias hasta explicar lo que, de verdad, piensa de México antes de insistir en que busca la calidez de su fe.
Para Francisco somos todavía un enigma. Bien sabe que el flagelo de los pederastas con sotanas, el magnicidio del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo y la extrema devoción hacia nuestra Guadalupana –para muchos un mero invento de los invasores españoles que arrollaron la cultura de Mesoamérica, acaso más luminoso que las tinieblas del medioevo europeo-, nos colocan in extremis. Y es eso lo que esperamos de él: referentes certeros para proponer –no está en condición de otra cosa- el andar de la conciencia colectiva.
El auditorio gigante de la República no debe ser desairado con lugares comunes.
La Anécdota
A las pocas semanas de haber sido investido Sumo Pontífice, la eterna corresponsal en El Vaticano, Valentina Alazraki, entrevistó a Francisco cobre qué le gustaría hacer en ese momento; sin pensarlo, respondió:
–Me encantaría pasar desapercibido para poder ir al Trastavere –uno de los barrios más bellos de Roma-, a comerme una buena pizza.
Espero que en México se dé una escapadita para devorarse unos buenos tacos. Debemos recomendarles sitios seguros como “El Borrego Viudo”, “Los Bauces” –sobre avenida Universidad-, o “Porfirios” si quiere pagar mucho por la calidad y no tanto por el sabor. Pero, desde luego, cada quien tiene sus preferencias y no sé si el Nuncio, el gentil Cristophe Pierre, se haya animado a hacer alguna ruta taquera durante su estadía en la capital del país.