El pasado miércoles fui al cine a ver La chica danesa, película estrenada en el Festival de Venecia (2015) y nominada para varios premios Oscar. Escogí el horario de la tarde, para no salir muy noche: la cinta es larga y no deseaba desvelarme. Me desconcertó el hecho de que la sala estuviera ocupada casi en su totalidad. Al instante renegué de mi mala memoria: ese infortunado día los boletos se vendían al “dos por uno”. Tendría, pues, que soportar a esa multitud ruidosa que buscaba sus asientos portando – cual trofeos- las charolas saturadas con palomitas, refrescos y golosinas. A poco de que comenzó la cinta, dirigida por el cineasta inglés Tom Hooper, inició también mi sufrimiento: por un lado, el relato de la vida de la pintora Lili Ebe me mantenía inmerso en la trágica auto-revelación que le aconteció a Einar Wegener (personificado por Eddie Redmayne) cuando descubrió que su verdadera esencia era femenina, no obstante poseer un cuerpo masculino. Y, por el otro, a ratos caía en distracción y hasta en franca desesperación producto de las risas nerviosas, los comentarios estúpidos y la masticación incesante de los que me rodeaban.
La historia me atrapó de inmediato: en los años veinte del siglo pasado, dos jóvenes pintores, él buen artista y ella una pintora mediocre (Gerda Wegner, protagonizada por Alicia Vikander), quienes se conocieron en la Academia de Arte y mantenían una relación de gran intensidad emocional y sexual, comenzaron a sufrir un proceso de transformación de su vida marital. El conflicto entre ellos no se limitó a la soterrada rivalidad artística (Einar era alabado por la crítica especializada y Gerda sufría el desdén de sus maestros y marchantes), sino que escaló hasta el cuestionamiento radical de la identidad sexual del pintor. Él sabía, por fugaces escarceos homosexuales durante su niñez, que sus preferencias eróticas no se avenían a los convencionalismos rígidos de la época. Fue un hecho circunstancial, el retraso de la amiga que fungía como modelo, lo que orilló a Gerda a pedirle a su esposo que se vistiera de mujer y posara para ella, evitándole así la pérdida de tiempo. En otros momentos el arrobo cinematográfico se esfumaba repentinamente, sobre todo cuando las muchachas que estaban justo en la fila de adelante -unas siete veinteañeras que se comportaban como adolescentes- cuchicheaban entre sí y reían a carcajadas.
Por suerte, la fotografía, los escenarios (Copenhague, Dresde, París) y las actuaciones de Eddie y Alicia pronto volvían a introducirme en las secuencias envolventes de la película. Verosímil en grado sumo me pareció la transmutación de la masculinidad en exquisita feminidad. Un encanto actoral que se interrumpió, por ejemplo, cuando en lugar del silencio que yo anhelaba emergió un murmullo de risitas morbosas al memento en que Einar, desnudo y frente al espejo, tomó sus genitales con la mano y los escondió hacia atrás, quedando despejada la zona púbica. Ya para entonces, Gerda sabía que el juego inocente de disfrazar de mujer a Einar, de presentarlo públicamente como Lili Elbe, había llegado demasiado lejos. Con la frente en alto encajó el dolor de perder a su marido, admitió el derecho de éste a reconocerse como mujer, y gracias al amor recíproco se convirtió en la mejor amiga de Lili durante esta etapa final de solicitud de apoyo médico y sicológico. Derivada de esta afanosa búsqueda de la identidad aconteció una de las primeras cirugías de reasignación de sexo en el mundo.
Justo antes del desenlace de la película, tres de las chavas veinteañeras revisaron por cuarta o quinta vez sus celulares. Ni siquiera la molesta luz de los teléfonos logró perturbar el disfrute que me produjo la secuencia final. Apiñados todos en los pasillos rumbo a la salida, escuché algunos de sus comentarios hilvanados en medio de chistes y empujones: habían visto una película truculenta con personajes “raros” y muy desdichados. Apresuré el paso hacia mi automóvil, sintiendo que nada ni nadie podría quitarme el buen sabor de boca que el film me había dejado.