La «locura” de algunos genios suele arrojar frutos magníficos a la humanidad. Tal cosa sucedió con la obra insigne de Van Gogh, cuya producción artística estuvo muy determinada por la atribulada estructura psíquica del pintor holandés; así lo han demostrado los especialistas en arte y en psiquiatría que han estudiado su biografía. ¿Qué pasa, en cambio, cuándo la demencia no aqueja a individuos sino a una buena parte de la sociedad? Tal como lo revelan las experiencias del nazismo, el fascismo, el estalinismo y otras “locuras sociales” similares, los resultados siempre son funestos y hasta trágicos para la humanidad.
Por ello resulta pertinente reflexionar en torno a la “locura social” que está aflorando en una parte numerosa de la población estadounidense. Me refiero a ese sector heterogéneo conformado por ultraconservadores del Partido del Té, anglosajones de la clase media baja resentidos contra los migrantes extranjeros y jóvenes indignados que detestan a los políticos de Washington, grupos iracundos que hoy en día canalizan el miedo, el hartazgo y sus prejuicios sociales apoyando con fervor idolátrico a Donald Trump, precandidato republicano a las elecciones presidenciales de noviembre. Más importante aún que criticar el populismo, la xenofobia, el racismo, el machismo, la misoginia, la demagogia y el oportunismo de este hombre-espectáculo, lo que considero sociológicamente significativo es llamar la atención respecto de la participación activa de estas masas fanáticas que lo respaldan (Hitler, recuérdese, también hipnotizó a los alemanes de aquella época y llegó al poder por la vía electoral). Lo alarmante del caso reside, pues, en la enajenación social que se manifiesta en la alta popularidad del magnate neoyorkino, quien debido a sus contradicciones discursivas y frecuentes ex abruptos ya debería ser ahora un cadáver político. Hay analistas que auguran el triunfo de Trump como candidato republicano y luego como presidente de los Estados Unidos. A continuación expongo por qué razones considero que este señor jamás será el sustituto de Obama en la Casa Blanca.
1- Un contexto de crisis económica, tal como sucedió en la Alemania de los años veinte, se vuelve el mejor caldo de cultivo para el surgimiento de líderes carismáticos y mesiánicos. Afortunadamente la popularidad de Trump ya llegó a su cúspide y no permeará al conjunto de la población porque Estados Unidos, gracias a las políticas públicas de la actual administración, ya ha superado el crack de 2008-2009 y muestra signos de crecimiento económico sostenido, aumento de los empleos, renovación tecnológica, baja inflación y ampliación de la cobertura sanitaria.
2- Tal como lo corroboran las últimas elecciones legislativas y presidenciales, el país está dividido en dos grandes mitades: un polo conservador, predominantemente rural, ligado a la fe protestante, que usualmente vota por el Partido Republicano; y otro polo liberal y laico, con prevalencia en las grandes ciudades, multiétnico e incluyente, que se decanta electoralmente a favor del Partido Demócrata. Esta división en dos bloques contrapuestos y de similar tamaño explica por qué el poder Ejecutivo está actualmente en manos de un demócrata, mientras que las dos cámaras legislativas son controladas por los republicanos. Dicho lo anterior, deben subrayarse dos factores cruciales: a) que los simpatizantes de Trump pertenecen exclusivamente al primer grupo de electores, el cual no conforma una mayoría de la población; y b) que el creciente y decisivo “voto arcoíris” (mujeres, negros, minorías étnicas y gays) jamás votarán por un candidato con el perfil fascista y bravucón del empresario neoyorquino.
3- Hillary Clinton estaría encantada de tener como rival a Trump en la liza electoral, pues ello aseguraría su triunfo. Por otro lado, el alto riesgo de una derrota estrepitosa en caso de quedar Trump como candidato oficial ha llevado a que los más importantes líderes republicanos emprendan una ofensiva a fin de frenar la amenaza que representa un tipo que no sólo está utilizando la maquinaria partidaria en su provecho, sino que es capaz de lanzarse como candidato independiente si no sale nominado. De ser el caso, el bloque conservador quedaría fracturado y la victoria demócrata sería miel sobre hojuelas.
4- Mientras ocurre el desenlace, seguiremos atestiguando esta parafernalia electoral que conduce al país vecino a derrochar sumas billonarias en debates insulsos, retórica insufrible y mercantilismo mediático a raudales. Nada, sin embargo, resulta más oprobioso que atestiguar que aún en la “era de la información”, un sujeto egocéntrico e intolerante es capaz de activar los demonios políticos que habitan en los conglomerados más retrógradas de la sociedad.
LOCURA EN LAS ERAS IMAGINARIAS
En el itinerario personal de Vincent van Gogh (1853-1890) ocurrió un calvario cotidiano, una suerte de vía crucis quintuplicado y quintaesenciado, vericuetos de sufrimiento y sacrificio más propios de las biografías de los profetas y misioneros (recuérdese que predicó un cristianismo igualitario entre los paupérrimos mineros de Borinage, Bélgica, a quienes repartió sus pocos bienes) que de la vida común de la mayoría de los individuos.
Sobresale en el pintor holandés la provechosa influencia estética del impresionismo y el puntillismo. Otros influjos notables: la reivindicación artística de los grabados y las estampas japonesas; el diálogo fructífero con los arabescos y el talante decorativista del modernismo; la mutua admiración que le profesó tanto a Gauguin como a la cosmovisión poético-filosófica del simbolismo. Su espíritu convulso preludia el advenimiento del expresionismo y el fauvismo.
Las andanzas existenciales de Vincent se deslizaron bordeando la frágil línea entre la cordura y la locura, y a la postre delinearon el agudo contorno de la tragedia. Van Gogh siempre fue un neurasténico, un apestado social, un recluso de sí mismo, un artista incomprendido que a duras penas logró vender, y a bajo precio, un cuadro en toda su vida. Para colmo, no sólo fue mal comprendido y escasamente valorado como pintor por los acartonados gustos estéticos de su época, sino que además padeció una larga y asfixiante cadena de fracasos sentimentales sin parangón en los anales de la historia de las pasiones amorosas. Su primer amor juvenil, la hija de su casera londinense, no sólo lo despreciaba como prospecto de noviazgo, sino que acabó rechazándolo incluso como amigo. En Bruselas, mientras estudiaba pintura, tampoco encontró respuesta afectiva en una prima suya, recién enviudada, con la cual se forjó ilusiones. Durante el invierno de 1881 era a tal grado misérrimo el pasar cotidiano que compartía con Cristina, una debilucha prostituta de La Haya, que finalmente se vio obligado a abandonarla y a buscar el amparo económico de su familia. La única persona que estuvo dispuesta a casarse con él, Margarita Begamann, jamás obtuvo el permiso matrimonial de sus padres debido al imperio de los convencionalismos morales de la época; ello representó un golpe que Vincent tuvo que absorber a costa de su ya deteriorada salud física y mental. En Arlés, para huir de la soledad que lo perseguía, frecuentó y se encariñó con una de las meretrices del burdel. Fue a esta providencial y efímera compañera de placeres y tristezas a quien, en un ataque de psicosis, inmerecidamente le llevó –a manera de regalo–un pedazo de su oreja izquierda que horas antes se había cercenado con una navaja, luego del terrible y último pleito sostenido con Gauguin. Finalmente, después de su reclusión en el manicomio de San Rémy, Van Gogh se trasladó a Auvers-sur-Oise, pequeña localidad aledaña a París, donde no sólo podría estar más cerca de su querido y protector hermano Theo, sino que también aprovecharía la asistencia médica del doctor Paul Gachet, cuya joven hija mostró una piadosa simpatía hacia él. Por desgracia, factores diversos como el agravamiento de su enfermedad mental, el exceso de trabajo acumulado (un caso excepcional y prodigioso de creatividad: en apenas una década pintó cerca de ochocientos cuadros y otros tantos dibujos) y las crecientes disputas que sostuvo con el médico, quien cada vez estaba más celoso y arrepentido del bondadoso asilo prestado al artista, hicieron que Vincent tomara la decisión de acabar con su vida utilizando una pistola.
Van Gogh lucía como un anciano decrépito, no obstante que tenía escasos 37 años el día que aconteció su deceso. Se trató de una muerte tan prematura y funesta como la de otros genios de su misma estirpe. La propensión a la melancolía fue un factor que contribuyó positivamente al logro artístico de su obra, pero que también perjudicó su endeble salud. Es su estilo artístico, esa peculiar forma paroxística de pintar, lo que hoy en día lo convierte en uno de los artistas más queridos por el público y la crítica estética más exigente. Se trata de una poética originalísima que se edifica mediante pinceladas vigorosas y encendidas, en una atmósfera desaforada y dinámica, a partir del retorcimiento angustiado de las líneas y los trazos, en la plasmación expresiva de los pigmentos como si ellos fueran una exaltación incandescente, es decir, vibraciones brutales de los sentimientos y radiografías de una subjetividad al mismo tiempo individual y universal.
Es en el género del paisaje, cuadros pintados en Arlés, Saint-Rémy y Auvers-sur-Oise, durante sus últimos diez años de arduo y magistral trabajo creativo, donde mejor se aquilata la aportación estética de Vincent van Gogh. Dicho legado tiene como principal referente la magia óptica y psicofísica que emana de los colores, concebidos como reflejos y expresiones de la subjetividad humana. En efecto, las formas, los espacios y las líneas –revestidas de intensos pigmentos– se vuelven audaces transfiguraciones de las pasiones y emociones que anidan en el alma de los individuos: sus angustias y alegrías, esperanzas y desilusiones.
Sea mediante amapolas, lirios o cipreses, o de la recreación pictórica de campos de trigales y escenas pueblerinas, el pintor holandés utiliza el color de una manera nunca vista antes en la historia del arte, pues su objetivo no consiste en la simple representación naturalista de los objetos, sino en conseguir que éstos transmitan los sentimientos y estados anímicos del artista. Desde esta innovadora perspectiva, los paisajes de Van Gogh son un testimonio de la compleja urdimbre psicológica de su autor, tan avasallado por la melancolía persistente, los lapsos psicóticos y los ataques epilépticos. Sorprende saber que estas perturbaciones físicas y psíquicas se metamorfosearon, producto de su peculiar genialidad artística, en una obra prolífica de estirpe divina.
El estilo vangoghiano nos cautiva con su caudal de tonalidades vigorosas y fulgurantes, sus trazos fragmentados y quebradizos, sus líneas sinuosas y hasta tortuosas, sus movimientos circulares y envolventes. Algunas de sus creaciones palpitan en intensidad lumínica y se desbordan cual si fueran resultado de una exaltación lírica alucinante. El trazo siempre es apasionado, el ritmo tenso y vertiginoso. La acuciante desazón, la dicha y la desdicha, su perpetua búsqueda por encontrar un bálsamo a través de una producción artística incesante se entreveran en sus típicas pinceladas brutales y en los empastes gruesos. Paisajes que revelan pánico, que acusan el dolor de existir, que se proyectan en una belleza inconmensurable conformada en virtud del retorcimiento de las líneas y la efusión de los colores.
En cuadros emblemáticos como Noche estrellada o Trigal con cuervos, Van Gogh nos demuestra que el arte no funciona a la manera de simple espejo de la realidad; más bien conforma un camino cambiante, diverso y certero hacia la personalísima revelación espiritual de cada artista. ¡No basta la copia, apremia la confesión! Al final de su atribulada vida, Vincent vuelca sus temores y aflicciones en cielos de un azul ominoso y en soles de un amarillo desquiciante. Las estrellas engullen, los cipreses espinan y los cuervos presagian la muerte. Las tonalidades vehementes no desmienten la atmósfera lúgubre del escenario natural. El desamparo es absoluto. El pintor elige el suicidio. Su obra, desde entonces, irradia eternidad.