Rafael Reyes, el chófer estrella de Uber en la CDMX

  • Rafael Reyes, ingeniero biomédico de profesión, se dice acostumbrado a que algunos lo traten ‘como un bicho raro’.

El tráfico de la Ciudad de México saca lo peor del ser humano. Los cumplidores padres de familia, endemoniados, asoman la cabeza por la ventanilla con el puño en alto. Las abuelas no ceden el paso. Los curas se saltan los semáforos. El de los tamales conduce su carrito en dirección contraria, evidentemente por el carril bici. Genios matemáticos no son capaces de comprender que no hay que obstaculizar la calle si no te da tiempo a cruzarla. Los profesores universitarios hacen el sándwich a los motoristas y huyen con la sonrisa de El Joker.

En medio de este caos, hay un chofer de Uber que disfruta de verdad cada una en estas situaciones. Responde con una sonrisa de satisfacción cuando le ciegan con las luces largas y el claxon con el que pretenden turbarle le suena a Bach. “¿Vio eso? El Metrobús estuvo cerca de arrollarnos por quedarnos en medio de su carril y nos pitó bien rudo, qué desmadre. Jajaja, buenísimo”.

Rafael Reyes, de 34 años, nació sin brazos ni piernas. Esta mañana llegó a bordo del monopatín con el que se desplaza a todos lados. Subió al asiento del conductor de un salto. Con la boca y con el muñón derecho metió la llave en el contacto. Dos barras de hierro que le quedan a la altura de las amputaciones le ayudan a controlar el acelerador y el freno. La dirección la maneja con el muñón izquierdo. Imaginarlo es difícil pero cuando se ve en persona resulta muy natural, nada extraordinario a pesar de que lo es. Acostumbrado a que lo traten como un bicho raro, Rafael goza del anonimato que le proporciona el coche, donde los humanos pierden su condición bípeda. Solo es “un cabrón más”.

Reyes ha ideado su propio sistema de conducción con la ayuda de un amigo herrero. No es ingeniería alemana, es ingenio de un muchacho al que no se lo han puesto nada fácil en este mundo. Toca el bajo con una muñequera con la que sostiene un lápiz que a la vez mantiene firme una uña, y con el otro brazo jala las cuerdas. Con un artilugio parecido toca la batería. Su cabeza hierve todo el día con ideas de este tipo que sirven para acondicionar lo que no está a su alcance. Ha montado una empresa que se llama ‘Ideas y Adaptaciones Rafael Reyes’ con la que produce juguetes, cucharas, cepillos de dientes, cuñas para vestirse. Es una especie de Leonardo da Vinci de la discapacidad. La comparación le hace gracia.

Su incursión en Uber con este coche que compró en enero es la primera piedra de un proyecto más ambicioso. En las próximas semanas pondrá anuncios en prensa para reclutar a personas discapacitadas que quieran ganar un sueldo digno como chofer, hartos de que los marginen en otros oficios. Se imagina con humor a un ejército de olvidados que poco a poco van permeando todas las capas de la sociedad hasta hacerse imprescindibles, motor de las idas y venidas de una gran urbe que no está hecha para ellos. “Manejando da igual que no tengas piernas o brazos. O que seas sordo. Nadie te puede hacer de menos si eres bueno. No hay discriminación”, dice mientras cruza la avenida Insurgentes.

La alerta de clientes de la aplicación se ha activado dos veces, pero enfrascado en la conversación no le ha dado tiempo a responder. A la tercera va la vencida.

En un enjambre de calles del sur de la ciudad esperan tres adolescentes. Las gafas de sol, la boca pastosa, delatan que ayer tuvieron una noche larga. Se aprietan en la parte trasera. Un conductor de Uber en teoría debe abrir la puerta a los clientes y ofrecerles agua pero Rafael permanece impávido al volante. Escucha las indicaciones para llegar al destino y arranca quemando rueda. Los muchachos no caen en la cuenta del mecanismo especial del coche hasta que ven el muñón pulsando el acelerador con fiereza.

Con una mirada discreta, Rafael Sandoval, de 18 años, lo elogia: “No noté nada de primeras. Conduce muy bien”. Su perfil como conductor de Uber, donde los clientes valoran el servicio, está lleno de elogios de este tipo.

En el siguiente semáforo un conductor parado a la misma altura ve a Rafael y el alboroto de la cámara y la GoPro con la que grabamos el viaje.

-¿Van grabando todo el pedo, carnal?

-Simón -, contesta Reyes

-¡Échale ganas!

Es lo que lleva haciendo desde que nació en Bucaramanga, Colombia, en 1982. No hay una explicación definitiva a su focomelia aunque se cree que se pudo deber a que su madre fue sometida a rayos X estando embarazada. Para iniciar un tratamiento en el hospital Shriners, especializado en la atención a niños con problemas ortopédicos, la familia se trasladó a México, y aquí se quedó para siempre.

Rafael estudió ingeniería biomédica y producción musical. Comenzó a dar charlas motivacionales a gente abrumada pese a tener todas las extremidades y esta actividad se multiplicó cuando fue el protagonista de un documental de Natgeo.

Rafael es sonriente y no parece agobiado por nada. Se muere de risa con las conversaciones que mantienen con la novia y con los amigos por WhatsApp y Facebook, pecadillos que comete cuando está en un atasco o en un semáforo. Pero asegura que tiene un carácter fuerte y que los saca cuando algunos se pasan de listos. Un día estaba subiendo a un taxi cuando alguien lo agarró por la espalda y lo alzó. Se llevó un buen susto, pensaba que lo estaban raptando como a un paquete valioso. El que lo hizo solo quería ayudar pero para sus estándares resultó un exceso de confianza y amabilidad que terminó incomodándolo. En otra ocasión fue con un grupo de estudiantes a adornar una iglesia para Navidad, y a él le tocó ocuparse de la fachada. La gente lo tomó como un mendigo que pedía limosna a la puerta de una parroquia. La madre superiora tuvo que calmarlo.

Sin problema alguno
Al igual que al volante, en la vida se maneja igual de bien. En un intercambio universitario en Canadá le pidió a una amiga diseñadora que le hiciera una ropa especial para proteger los muñones de la nieve. Adaptó el patinete que se deslizaba sin control al pasar por un bloque de hielo.

Viaja por todo México y algunos países del mundo y no necesita ayuda, no más que cualquiera. Los exámenes de Uber los superó sin ningún problema.

Los coches se amontonan en Insurgentes. Es la hora de la comida y los oficinistas se han echado a la calle con hambre de lobo. Avanzar 100 metros lleva cinco minutos. Los nervios están a flor de piel. Sin embargo, un bigotón le cede el paso a Rafael en un cruce de calles. Con este calor, parece el buen samaritano resucitado.

“Ese señor nos dio paso sin más, y ahora ni nos mira, no sabe quién somos. Está chingón. Dentro de un coche todos somos exactamente iguales”, dice el conductor más peculiar de Uber. En la selva del asfalto nadie le puede pisar.

Fuente: Sipse/El País

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