En una de las pasadas entregas mencioné la importancia de viajar y abrirse al mundo como la mejor forma de conseguir el progreso material e intelectual de las personas. En este sentido, es funesto ver cómo en gran parte del planeta todavía existen posturas políticas cerradas, aislacionistas, separatistas y ultranacionalistas, todo ello en una época donde impera la globalización y cuando los fenómenos económicos, políticos y ecológicos tienen repercusiones inmediatas que abarcan a la Tierra en su conjunto. Siendo este proceso de interrelación internacional un fenómeno irreversible y continuo, resulta retardatario querer imponer social o políticamente una conducta social sustentada en una supuesta superioridad de cualquier etnia, raza, religión o clase social. Desde esta perspectiva, tan nefasto es el discurso xenófobo de Donald Trump y de los políticos neo-fascistas, como condenables son los actos terroristas de los extremistas musulmanes. Una misma alma sectaria y retrógrada hermana a la ultraderecha con la ultraizquierda, obsesionadas ambas en pugnar por la separación nacionalista y al reivindicar una ilusoria supremacía de una región o provincia determinadas. Otra cosa muy distinta es
reconocer las bondades de las autonomías locales, respetando el marco jurídico de las Constituciones y la pertinencia de los convenios políticos y económicos que procuran una mayor integración económica o política en grandes zonas regionales y en el plano mundial. La postura progresista, en estos tiempos, consiste en reconocer que estos acuerdos internacionales son positivos y necesarios ante los desafíos planetarios comunes: la destrucción ecológica, el terrorismo fundamentalista, la violación de los derechos humanos, el narcotráfico, las enfermedades epidémicas y, tal como lo han revelado recientemente los “Papeles de Panamá”, la existencia de paraísos fiscales en países que facilitan el blanqueo de capitales y la evasión de impuestos en provecho de empresarios y políticos codiciosos y corruptos.
Hay motivos para ser optimistas, pues casos ejemplares como los Acuerdos de París –para combatir el cambio climático- y el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos corroboran que no es la estrategia de la cerrazón, el bloqueo, el garrote y la intervención militar la solución de los diferendos existentes entre países y gobiernos. Al contrario, debe respetarse la soberanía nacional de los pueblos y éstos deben incorporarse a los tratados multilaterales, al comercio internacional, a la comunicación instantánea que nos ofrece el ciberespacio, al flujo incesante de ideas, tecnología, arte, migrantes y turistas por todo el orbe. Es a esto a lo que le apostó el presidente Obama en el caso de su histórico viaje a Cuba: a que había que cambiar lo que en más de 50 años no estaba funcionado. Cierto: la democracia no se exporta ni se impone desde fuera, más bien es resultado de una cultura civilizatoria que se construye poco a poco y a partir del cambio mental de la gente. Y para transformar la idiosincrasia de los pueblos, para que éstos exijan sus derechos y libertades, para que prefieran el sistema pluripartidista y la no relección indefinida de sus gobernantes, lo mejor no es el bloqueo o la hostilidad sino el diálogo y la cooperación. Las diferencias políticas entre Cuba y Estados Unidos seguirán existiendo, pero es inteligente de parte de Raúl Castro aceptar que su país necesita capitales extranjeros y divisas por concepto de turismo para lograr la sobrevivencia de la endeble economía cubana; asimismo, la astucia de Obama consiste en apostarle a que será el proliferante intercambio de ideologías, mercancías y personas lo que hará que los cubanos por sí mismos y más temprano que tarde promuevan un cambio de régimen político en la isla.
El amor al terruño y la renovación de las tradiciones ancestrales propias no se riñe con la admiración profesada a otras maneras civilizatorias de ser y
actuar. Tal como lo demuestra la experiencia del arte inmortal que se produce aquí y acullá, no hay nada más revolucionario y enriquecedor que mantenernos en contacto con todas las culturas del orbe, viajar por el mundo, aprender de las virtudes y los defectos que afloran en la diversidad humana, y así reconocer los enormes beneficios del libre tránsito de bienes, opiniones, satisfactores y enseñanzas, concebidos como derechos universales de cada individuo.
OBRAS INSIGNES DEL ARTE INTERNACIONAL (1850-1950)
Al finalizar el siglo xix, como repudio al proliferante mundo urbano-industrial, surgieron tres escuelas artísticas de corte subjetivista: el simbolismo, el sinteticismo (Pont-Aven y los Nabis) y el modernismo. Estos estilos estéticos, que le daban continuidad al romanticismo y el prerrafaelismo, no sólo fueron una respuesta crítica a las tradiciones naturalistas y cientificistas de la época (el impresionismo y el divisionismo, por ejemplo), sino que también coincidieron en una similar propuesta alternativa sustentada en la imaginería fantástica, la evocación nostálgica, el ánimo decorativista, y la proyección personalísima de sentimientos a través de colores intensos y figuras planas. Desde esta perspectiva, el pasto podía pintarse de rojo, el mar de violeta y las pasiones de azul. Asimismo, el recurso de las metáforas y las alegorías, amén de las florituras y la ornamentación profusa, resultaban esenciales para lograr su específica creación artística, una modalidad situada en las antípodas del materialismo y el positivismo reinantes en esta etapa histórica de acentuada rapacidad imperialista.
En el ámbito de la literatura, América Latina y España contribuyeron a esta atmósfera espiritual de rechazo estético a la civilización burguesa mediante la difusión del modernismo hispanoamericano (Darío, Lugones, Martí, Gutiérrez Nájera, Machado, etc.), una corriente artística que se caracterizó por la renovación del lenguaje y la métrica poética, el rebuscamiento estilístico y el uso de imágenes sensuales, oníricas y mitológicas. Más tarde, durante las primeras décadas del siglo xx, las estéticas subjetivistas encontrarán
seguidores múltiples en los movimientos vanguardistas más contestatarios y radicales: los
fauvistas, expresionistas, dadaístas, surrealistas y en la abstracción lírica. Debe decirse, empero, que ya se trate de tendencias objetivistas o subjetivistas, el arte ha sido y siempre será una manera peculiar de mirar y transfigurar la realidad. Y en ello reside su infinito encanto y su magia, pues así se trate de una obra hiperrealista o fantástica, lo que al final cuenta para la posteridad es la forma imaginativa e irrepetible como el artista nos ofrenda la invención de una nueva realidad, su realidad. Y esas “realidades estéticas” son las que nosotros, como público, ponderamos y degustamos.
Resultan altamente significativas –y muy bellas– las estampas posimpresionistas que disfrutamos en este espacio de La Gazzetta DF , máxime si confrontamos la exaltación que en ellas se hace de esa cotidianidad pérdida, todavía bucólica y paradisiaca, respecto al contaminado entorno ecológico actual. Según informes recientes del Banco Asiático de Desarrollo, en 2035 Asia emitirá por sí sola el total de volumen de dióxido de carbono que debería producir el planeta en su conjunto. ¿Habrá salvación para la Tierra? Mientras tanto, quizá el arte pueda servir de eficaz bálsamo y como advertencia sobre los peligros que amenazan a la humanidad.