Asunción,(PL).- Montreal-1976 fue una cita olímpica insípida fuera del ámbito competitivo, de una organización con bastantes ineficiencias, una ceremonia inaugural sin brillo, espectacularidad ni belleza, en fin, rayana en lo mediocre.
Fue para mí, sin embargo, una prueba de fuego en el periodismo. Apenas había cumplido dos años de trabajo cuando partí hacia la ciudad canadiense y, sobre todo, era mi primer viaje al extranjero.
Así, sin experiencia, me tocó una cobertura de tanta complejidad como aquella, pero laboraba entonces en la agencia noticiosa nacional y, por ende, mi atención principal se centró en la actuación de la delegación cubana.
En lo general -para comenzar por el principio- encontramos en huelga a constructores de los escenarios olímpicos, principalmente del estadio principal, pues les adeudaban pagos, lo cual amenazaba con dificultades, al menos en el arranque.
A pocas horas de la apertura el problema se solucionó, pero cuando transcurría la ceremonia inaugural eran evidentes detalles inacabados en la instalación.
Un colega en idénticas condiciones a las mías descritas anteriormente, porque incluso cursamos juntos la licenciatura, y yo pagamos la novatada cuando con mucha prisa bajamos a una estación de metro por vez inicial en nuestras vidas.
Teníamos pases para tomar gratis ese medio de transporte y también ómnibus (escasos) al servicio del certamen. Vimos un tren entrando al andén y casi pasamos por encima de quienes esperaban para pagar.
No llegamos a tiempo y, por el apuro, comenzamos a lamentarnos, pero sin transcurrir aún dos minutos otro tren paró delante de nosotros.
De más está decir la vergüenza que nos embargó ante las miradas sorprendidas, y algunas molestas, de pasajeros que observaron nuestro desatino.
Paso entonces a contar los que significaron para mí tres momentos impactantes en las actuaciones de concursantes cubanos.
Uno fue la extraordinaria carrera de Alejandro Casañas en la final de los 110 metros con vallas. Arrancó mal, el último de los ocho, pero levantó tanto después como para entrar segundo a la meta, solo detrás «por un pelo» del francés Guy Drut.
Otro fue la paliza del legendario boxeador Teófilo Stevenson al estadounidense «Big» John Tate, quien arrogante había pronosticado truncar la cadena exitosa del isleño y acabó mordiendo la lona, y con la conciencia ida del mundo, en el mismo primer asalto.
Dejo para último a Alberto Juantorena. Estaba yo en las gradas del estadio, junto a periodistas y fotógrafos sin credenciales para estar en la pista, frente a la línea de sentencia en la carrera de los 400 metros por el título. Y esto por poco me cuesta la vida.
Es muy conocido aquel desempeño del gran atleta, exactamente el 25 de julio, quien causó la admiración de todos por su paso largo, regular y elegante, para dejar atrás a todos con facilidad extrema.
Pues bien, cuando Juantorena iba a romper el estambre la emoción de ver a un compatriota ganar el oro olímpico me hizo saltar de la butaca y gritar, gritar y gritar.
Ah, justo detrás de mí oí otros gritos, pero no de alegría sino de ira, en un idioma incomprensible aunque imaginé eran improperios dirigidos a mi persona, como comprobé al voltearme para ver quién era el exaltado.
Nada, con mi reacción le tapé el lente a aquel fotógrafo sin acreditación para ir a la pista cuando intentaba captar el momento culminante de la prueba, al menos desde esa posición.
No sé cómo aquel hombre logró aguantar los deseos de romper su cámara en mi cabeza o agarrarme por el cuello con intenciones homicidas.
Por suerte se controló y, gracias a eso, aquí estoy para contarlo.
Memorias olímpicas: Montreal-1976
Por Julio Fumero