La Habana, 23 may (PL) El presidente de Estados Unidos Barak Obama visitará Japón tres meses antes de que se cumpla el 71 aniversario del crimen más salvaje que recuerde la humanidad: las bombas atómicas lanzadas contra Hiroshima y Nagasaki cuando ya el fascismo nipón capitulaba.
Pero voceros de la Casa Blanca anunciaron que el mandatario no se disculpará ante los japoneses aun cuando miles de personas de tres o cuatro generaciones posteriores siguen sufriendo las graves secuelas de aquel genocidio injustificable.
Lo correcto es que pidiera perdón aunque solamente lo hiciera por una excusa moral y una necesidad espiritual, pues por convicción ideológica nunca sucederá tal cosa debido a que los resortes mentales que operaron en la Casa Blanca al ordenar el 6 de agosto de 1945 la bomba Litle Boy en Hiroshima y tres días después la Fast Man en Nagasaki, se mantienen en las cabezas de los ideólogos contemporáneos del sistema.
La razón más profunda del porqué Obama no pedirá perdón a los japoneses pudiera encontrarse en la estrategia geopolítica del sistema capitalista mundial cuyo objetivo proclamado es forzar un escenario unipolar liderado por Estados Unidos y algunos de sus aliados europeos e Israel, en el cual borrar la memoria histórica es una de sus prioridades.
No por capricho en sus últimas giras, como en La Habana y Argentina, Obama ha convertido en una constante su frase preferida de no mirar hacia atrás, olvidar el pasado, y fijar la mirada en el presente y el futuro, como si lo vivido y sufrido hasta ahora no contara ni importara.
Es una exhortación muy peligrosa que esconde el pensamiento intelectual más retrógrado de un imperio que por vez primera acepta debilidades dentro de su innegable poder.
Las ideas de Francis Fukuyama, Paul Walfowitz, Bigniew Brzezinsky, y otros muchos que les han ido dando forma a través de los años a teorías como el fin de la historia y de las ideologías o la erosión desde dentro, son el soporte de esa aparente inofensiva invitación de Obama a olvidar el pasado.
En palabras de Frei Betto, es un ejercicio al más alto nivel de la deshistorización del tiempo, de la eliminación de todo aquello que da fuerza y estimula las insurgencias populares exitosas con las que se inauguró el siglo XXI en Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Venezuela, Honduras e incendió de alguna manera el traspatio olvidado de Estados Unidos.
Después de ese avance neoliberal que ha frenado en Argentina y Brasil procesos populares, y tratan de detenerlo en Venezuela, se han dado cuenta de que la historia, como la cultura, es un arma letal para los objetivos de unipolaridad perseguidos.
El reto está en que la invitación de Obama a olvidar la historia elude hasta donde le es posible el golpe militar duro estimulando la diversión, el placer, la fragmentación, la amnesia, el culto «al ahora» e incluso magnificando la corrupción para emprender acciones ilegítimas como el impeachment a Dilma Rousseff.
Todo ello en medio de una narrativa de diarios afines sobre el presunto fracaso de la izquierda, el fin del ciclo de los gobiernos populares, la inviabilidad de los cambios y transformaciones que intenten cuestionar al capitalismo, y la supuesta obsolescencia de conceptos muy molestos para el sistema como socialismo o marxismo.
Los grandes hitos históricos, los hombres que los hicieron posible, las ideas que elevaron la estatura del ser pensante a su altura de hoy, dejan de ser objetivos y paradigmas, y no existen porque no hay frontera más allá que la del reino de la libertad del dinero, los derechos de las mercancías, la esclavitud de las personas y la desigualdad como un destino manifiesto.
Hiroshima y Nagasaki son un monumento a esa despiadada política que explica las desgracias de Iraq, Siria, Libia, Palestina, el golpe de Estado en Brasil, un Mauricio Macri en la presidencia de Argentina, o la guerra miserable y fratricida que se arma contra la Venezuela chavista y bolivariana.
El réquiem por las víctimas del ataque nuclear estadounidense debería ser un mensaje de paz tan sólido y universal que nadie pueda rechazarlo, aunque Obama no pida perdón a los japoneses ni al mundo.
Hiroshima, Obama y la memoria histórica
Por Luis Manuel Arce Isaac