Con poco más de un mes de diferencia entre un hecho y otro, me fueron otorgados dos premios literarios distintos. El 29 de marzo de 2016 me fue comunicado que un jurado compuesto por el poeta Carlos López Beltrán, y los filósofos Carlos Oliva Mendoza y Liliana Weinberg, había decidido otorgarle a mi libro Catábasis y theia mania el Premio Nacional de Ensayo Crítico Evodio Escalante 2016. El 20 de mayo, mes y medio después, un jurado compuesto por el Premio Cervantes 2006, Antonio Gamoneda, en calidad de presidente del jurado, y los poetas españoles Joan Manresa y Rafael Saravia, el hindú Subrho Bandopayay, el iraní radicado en el estado de México, Mohsen Emadi, y el canadiense Françoise Roy, había decidido otorgarle la mención honorífica a mi libro de poemas Atrévete a mirar, tú, que no quieres, de entre 130 participantes, provenientes de once países: Israel, Nicaragua, Estados Unidos, Cuba, Argentina, El Salvador, Puerto Rico, Colombia, Ecuador, Hungría y México.
Al darse la noticia de ambos premios en redes sociales, las felicitaciones llovieron como en temporada de lluvia, pero también algunos comentarios sobre el hecho de que mi obra no requería realmente de esos premios, que su calidad, ya conocida por algunos amigos, estaba más allá de tales reconocimientos; que incluso la autoridad de un poeta de la talla de Gamoneda no era necesaria para validar mi trabajo. ¿Qué tan ciertos son estos señalamientos? Me gustaría ofrecer una respuesta, en especial porque durante muchos años, como muchos otros colegas, asumí una postura casi inflexible frente a los concursos literarios.
¿Qué representan realmente los premios literarios? ¿Son necesarios? ¿Le otorgan algún valor a una obra? ¿Hay corrupción y arreglos detrás de su entrega? No tengo la menor duda de que con algunas excepciones muy puntuales, en general hay gran transparencia en cuanto a su funcionamiento. Puede haber sospechas, muy fundadas en ciertos casos, de arreglos y acuerdos previos: cuando un jurado busca imponer un libro desde el principio sin debatir con el resto de los jurados ese y otros finalistas. Visto desde afuera, las relaciones de amistad entre premiados y jurados pueden sugerir algo parecido. Pero asumir que la corrupción y los chanchullos libremente son practicados equivale a decir que no confiamos en muchos de esos colegas, a quienes tenemos en nuestra lista de contactos en redes sociales y con quienes solemos interactuar, y que nuestra relación con ellos no es menos hipócrita y falsa que la que suponemos ellos tienen con quienes premian.
Otro asunto de mayor importancia es si otorgan valor a la obra premiada. No hay duda que hay casos en que puede incluso ocurrir lo contrario. Pero es un hecho que el premio no otorga un valor agregado a la obra o al autor. ¿Por qué entonces habría uno de participar, más allá del incentivo económico, en un certamen literario? Más allá del cada día más extendido sospechosismo y de las teorías conspiranoicas à la carte, participar en un concurso literario significa ir más allá de las escuetas bases del mismo. Significa someter nuestro trabajo al arbitrio de otros ojos que verán nuestro libro no con los ojos del amigo, sino con una mirada desapasionada, ajena al calor de la amistad o las relaciones. Someternos al arbitrio de un tercero es lo que uno hace cuando acude a graduarse en un examen profesional, o a buscar trabajo, o a pedir la mano de una dama. Pero más importante, y es algo que suele pasarse por alto. El trabajo de escritura de un libro es solitario y arduo, conlleva semanas, meses y a veces años. Ofrecerlo a un juicio de ojos desapasionados no va a hacerlo menos. De hecho, sabemos que muchas de las grandes obras maestras probablemente no las habrían premiado o incluso no habrían sido publicadas con algunos de los criterios que se usan en los premios literarios. Pero hay tantas otras que sí lo fueron sin el menor problema, que el argumento se vuelve absolutista y ridículamente reductista.
No, someter un libro al juicio de nuestros pares es algo que hará mejorar, en la mayoría de los casos, nuestra escritura. No nos hará mejores escritores, pero sí más disciplinados, más conscientes de lo que hacemos no tanto al escribir, sino en todo ese trabajo invisible e incuantificable de ordenar, pulir y estructurar lo escrito. Que no todos los libros tengan que someterse a esos criterios y puedan ser más libres, más ellos mismos, como su autor lo desea, es asunto de otra discusión o reflexión.
Pierre Bourdieu afirma, en Las reglas del arte, que en el ámbito del mundo del arte no existe el arbitrio y la reglamentación que hacen posible su ejercicio legal, como hacen en las carreras profesionales los colegios de expertos: para ser abogado o médico es necesario cumplir una serie de requisitos, entre los que se cuenta el examen profesional y la disquisición de un tema frente a un panel de expertos o conocedores que juzgan la pertinencia o no de la exposición que le otorgan la licencia avalando la pericia y conocimientos para ejercer la profesión. Someter la creación de un libro a la lectura dictaminadora de un premio constituido por un panel de tus pares es lo más cercano a obtener esa licencia para ejercer la profesión.
No obtener el premio no significa que no se sea escritor, ni le resta méritos a la obra sujeta a revisión. Pero el hecho de que haya un tope, un límite, es decir un solo ganador, y a veces una mención honorífica, indica una exigencia que hay que cumplir y que es indicativa de un mérito: el de haber sido aprobado públicamente por tus pares, exactamente como ocurre en un examen profesional. Ese reconocimiento es, además, público y, exactamente como ocurre con quien obtiene un grado académico, suele ser motivo de regocijo no sólo por parte de los amigos sino de la comunidad en general.
En el caso del Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada 2016, quiere decir que hubo 128 libros contendientes de once países que no alcanzaron a llenar las expectativas de un panel de cinco poetas y un presidente del jurado, originarios de cinco nacionalidades; indicativo, además de su diversidad lingüística, de la libertad con que se trabajó en la valoración de los trabajos presentados y en el hecho de que había que satisfacer expectativas literarias más allá del ámbito de lo local. Pero este premio no le otorga más valor agregado que no sea el simbólico a la obra que muchos amigos y colegas han manifestado en lo privado. Para ellos debería ser la confirmación de su alto aprecio hacia mi escritura, pues así es exactamente como lo considero yo, ahora que los premios han llegado, después de casi un cuarto de siglo de ejercicio literario constante.
El haber participado en este certamen y haber obtenido un reconocimiento, para mí significó que no sólo entendí las reglas públicas de participación, las que aparecen en toda convocatoria de este tipo, sino también las tácitas, esas reglas no escritas pero que todo concursante, o aplicante, si se prefiere usar otro término, debe saber. Las de ofrecer un trabajo ordenado, estructurado, riguroso, no sólo cuidado en lo más evidente y superficial, la gramática y redacción, sino en su estructura. Un trabajo pensado, con un orden preciso, con un desarrollo y una intensión.
Por supuesto, cada jurado es un desafío particular, pues no se sabe quiénes serán. Pero por eso mismo, someter un libro al arbitrio de un panel de colegas significa pensarlo exactamente como se piensa una tesis sometida a examen, al escrutinio de un grupo de expertos que van a dictaminar su pertinencia. Es el mínimo común múltiplo al cual un libro puede aspirar: a que un grupo de colegas concuerden en sus virtudes y lo aprueben. E igual que en un examen profesional, se corre el riesgo de no aprobar el juicio de los colegas. Si uno está dispuesto a aceptar las reglas del juego literario, tal como en su momento se aceptaron las del juego académico, hay que saber exactamente cómo y con qué cartas va uno a jugar, y jugar limpio, en beneficio no sólo de uno mismo, sino de todos los demás participantes.
Participar en concursos literarios no es un acto de fe, y el resultado no está garantizado. Igual que un examen puede reprobarse, y hay que volver a presentarlo, un libro puede no obtener el premio deseado o buscado, y eso no significa que sea un mal producto. Si uno entiende las reglas tácitas de los concursos, se aplicará a revisar qué pudo haber fallado, que cosas sobran y qué cosas faltan, cómo darle un orden nuevo, otra estructura.
El libro sometido a concurso puede pensarse como una suerte de prototipo sometido a prueba para su aprobación, entre otros muchos prototipos que se presentarán también a la consideración de un jurado. Si uno piensa su libro de esa manera, es más probable que uno deje de pensar egocéntricamente como un autor genial que no necesita del reconocimiento de sus pares, ni de los premios literarios porque en todos hay corrupción y arreglos bajo la mesa. Hacer tal suposición es no sólo una falta de respeto al gremio y a colegas muy estimables, sino a uno mismo, una excusa para permanecer en un nicho de comodidad que no exige nada porque uno es soberano allí donde no hay más que espejos que reflejan nuestra imagen deformada, y a la cual ya nos hemos acostumbrado.
La vida en sociedad significa abandonar el nicho de la infantilidad y el consumo de verdades reveladas al amparo de una zarza ardiente, y entender que participar en un certamen literario significa exponer lo más vulnerable de uno mismo, el ego y la obra producida, y salir avante, en lugar de encerrarse cómodamente en una negación de los hechos y paranoicamente suponer que el mundo está conspirando en contra de uno hasta terminar pareciendo un muñeco de trapo viejo y abandonado. Salir del cascarón es, también, crecer literariamente, dialogar con el otro y aceptar que en todos los hechos de la vida hay reglas, escritas y tácitas, y que hay que entenderlas.
Finalmente, los premios literarios suponen un ganador y muchos perdedores. Pero como en todo concurso, puede verse de otra forma. Como el intento de llegar a una meta, el de esforzarse por conseguirla a través de la prueba y el error. Significa también una humildad, y no, como suponen sus enemigos –entre los cuales durante muchos años me conté, para vergüenza mía–, un acto de soberbia. La humildad de saberse vulnerable, de saber que podría no alcanzarse la meta. La soberbia es creer lo opuesto, no necesitar de nadie ni de nada pues uno está por encima de lo humano, o al menos, de esos humanos que concursan y necesitan el reconocimiento público.
Sin duda, obtener un premio es una satisfacción enorme. Pero la mayor es la que uno recibe de esos colegas con los cuales uno convive e interactúa día a día y de muchas formas en redes sociales y se alegran del éxito ajeno y festejan con uno. Los amigos deberían ser, y lo son, los más felices, y para ellos el reconocimiento debería ser la confirmación de la alta estima en que tienen a esa obra. Una parte del éxito y la alegría les corresponde, sin duda, a ellos.
¿Son realmente necesarios los premios literarios? Eso dependerá de cada quien, de la postura que desee adoptar. Creo que son un mecanismo de reconocimiento público a través del cual ciertas obras y ciertos autores aceptan una serie de reglas y parámetros, así sean algo difusos e inexactos, para ser evaluados. Habrá quien piense que él no necesita de tales parámetros ni validaciones. Como todo árbol que crece en el jardín, habrá que juzgar a cada uno por sus frutos, y aceptar que la diversidad también incluye a los que no piensan como nosotros.