Ustedes se pueden sorprender si alguien les dijera que todavía en el país existe la esclavitud muy a pesar de que viene prohibido en la Constitución Mexicana, y sí hablando de la trata de personas, explotación sexual y laboral, mendicidad forzada, matrimonios forzados y servidumbre forzada, reclutamiento forzado de menores de edad y adolescentes menores de los 18 años para utilizarlos en conflictos armados, etc.
Problemas sociales que por el simple hecho de hacerlo cotidiano le ha quitado esa percepción de esclavitud, porque éstos son visto como algo normal, cosa de todos los días, pero no por eso significa que sea lo correcto.
Así mismo, pero hace muchas décadas atrás en la capital de Coahuila, también existió otro tipo de esclavitud de la que muchos saltillenses desconocen, o que nunca las nuevas generaciones se imaginaron que lo hubo en Saltillo.
Era el crecimiento y los tiempos de bonanza de lo que antes se conoció como la Villa de Santiago del Saltillo, allá por el siglo XVII, que comparado a lo contemporáneo fueron más una especie de moda y regalo a la vanidad como quien porta ahora un teléfono celular: Los esclavos negros que fueron traídos a México para ser utilizados en los campos de cultivo, principalmente en la producción de caña de azúcar y café en Chiapas y Veracruz; así como el algodón en La Laguna, además de la minería en Durango.
Fue la misma iglesia católica quien promovió y dio origen a la repentina presencia de esclavos africanos en Saltillo, los cuales eran básicamente utilizados en labores domésticas.
Cualquiera podía darse el lujo de hacerse acompañar de éstos, lo mismo burócratas, clérigos y hasta cortesanas.
Según consta en los documentos del Archivo Municipal de Saltillo, y que para dar un testimonio de quienes ignoran el lado oscuro de esta parte de la historia local dedicó este espacio editorial a dar a conocer cómo el tráfico de los sacerdotes jesuitas fructificó en una tierra tan fértil como es el valle de Saltillo.
En 249 expedientes, posiblemente falten algunos, están plasmados algo de la vida, trabajo, penas y alegrías de negros y mulatos que fueron arrancados, ellos o sus padres, de su hábitat; con frecuencia maltratados y que, a pesar de todo, cooperaron para que nuestros antepasados tuvieran una vida más holgada y pudiesen acumular bienes materiales en base a la explotación de su trabajo.
La vieja África, cuna de la humanidad, también aquí dejó su huella. Saltillo, aun modestamente, estuvo en ese torbellino. Es importante saberlo porque es ya historia y esa casualmente esa circunstancia la que nos hermana al continente negro.
Quienes se dieron a la tarea de investigar y documentar sobre la presencia de esta parte de la población africana en Saltillo (Carlos Manuel Valdés e Ildefonso Dávila, así como Gonzalo Aguirre Beltrán), no pretendieron con ello satanizar a quienes fueron los mercaderes de esclavos, sino hacer referencia simple a que la mezcla de sangres en nuestra ciudad (europeas, india y negra) es un hecho incontrovertible y es posible que en la actualidad muchos saltillenses pudieran contar entre sus ascendientes tanto a esclavistas como a esclavos.
A diferencia de estos estados vecinos, el esclavismo aquí fue aristocrático. Cualquier capitancillo, un burócrata o un ranchero hubiera sido mal vistos en no poseyeran a uno o más mulatos que les sirvieran. La mayoría de los esclavos eran mujeres y casi todas definidas como criadas.
Lo diferente se incluía también en las costumbres, y según consta en los archivos del acervo de Saltillo, muchos de éstos esclavos lograron aquí su libertad como muestras de agradecimiento a su sumisa actitud, que sumadas a la conciencia de un pueblo con arraigado espíritu caritativo fueron transformados éstos de servidores a parte importante de las familias que habrían pagado un precio por ellos.
Son frecuentes los expedientes certificados redactados ahí mismo, de puño y legra de nuestros antepasados, como los herederos de Ignacio de Zertuche y Catharina Rodríguez.
Para los hacendados, trasladarse a una distancia de 100 metros tenía que ser forzosamente a caballo, porque el caminar era exclusivo para los negros; aun cuando realizaban diligencia a corta distancia era acompañados por un mulato que caminaba detrás del caballo con cierto signo señorial, mientras que las mujeres que acudían a misa llegaban luciendo su poderío que significaban las esclavas y un negro atajaba los rayos del sol con una sombrilla china.
Los curas párrocos tenían también sus mulatas cocineras, sus mulatillos para los mandados y a veces negros de toda su confianza que enviaban a recoger limosnas y diezmos a rancherías lejanas. Todos tuvieron: Los Jesuitas, el párroco de catedral, el de San Esteban e incluso un lego franciscano también era dueño de un esclavo.
Creemos que la evolución humana podrá llegar algún día al punto en que nos demos cuenta que la propiedad es un absurdo y quizá primero nos caiga el veinte de que no puede haber propiedad en todo aquello que es indispensable para la supervivencia humana.
Las ideas que hoy en día nos convence, las que consideramos como una necesidad y hasta verdades, se derrumbarán mañana ante las evidencias irrefutables del pensamiento futuro. Mientras, seguimos en el absurdo. (Premio Estatal de Periodismo 2011 y 2013) www.intersip.org