La Habana (PL) Donald Trump llega a la Presidencia de los Estados Unidos con una concentración de poder inusual para el Partido Republicano.
El llamado Grand Old Party (GOP) controla ambas cámaras del Congreso: 52 a 46 en el Senado, y 240 a 193 en la Cámara de Representantes, donde hay 2 Independientes.
Al momento de inaugurarse el nuevo gobierno, permanecía vacante uno de los puestos del Tribunal Supremo, y corresponde al nuevo presidente nominar y nombrar con el consentimiento del Senado al juez que ocupará esa plaza.
En 33 de los 50 Estados de la Unión, los gobernadores son republicanos. Por consiguiente, todas las palancas de la supuesta separación de poderes quedan en manos del partido por el cual se postuló el presidente.
Mucho se escribe y comenta sobre los excesos de Trump y sobre su estilo unipersonal.
Los sectores liberales y progresistas de los Estados Unidos, junto a los sectores de izquierda y progresistas del resto del mundo, observan con horror tanto los planes anunciados como las acciones en breve tiempo acometidas por el nuevo presidente.
Ya pocos pueden confiar o esgrimir que la «fortaleza democrática» de los Estados Unidos, con su «separación de poderes» y los «checks and balances», garantizará la salvaguarda contra los excesos del poder ejecutivo.
Lo que ha demostrado claramente el conjunto de congresistas republicanos, muchos de los cuales pretendieron distanciarse y despreciaron a Trump durante la campaña presidencial, es la disposición a olvidar discrepancias y ponerse en fila para respaldar la voluntad de su nuevo líder partidista.
Los defensores del libre comercio, los que manifestaron disgusto por los atropellos verbales contra las mujeres, los que se oponen a las inversiones en infraestructura y los que buscan una abierta hostilidad contra Rusia, han optado por el silencio y por cuidar la línea que el presidente está dictando al partido.
Esta actuación está influida por una tendencia de los últimos 40 años, caracterizada por la creciente polarización de la sociedad estadounidense y de sus actores políticos, lo que se manifiesta visiblemente en la actuación cada vez más partisana de los miembros del Congreso.
Atrás van quedando experiencias en que los congresistas asumían posiciones conforme a los intereses de su electorado regional, al cabildeo de un grupo de poder específico o a su conciencia.
Se observa cada vez más que es la disciplina partidista la que impone la conducta de los congresistas de ambos partidos.
Bajo esa tendencia y a la luz de lo que se ha demostrado en días recientes, es ingenuo esperar que del Partido Republicano surja alguna resistencia al rumbo político que se propone impulsar Donald Trump. Ello se reflejará en la producción legislativa que augura ser muy activa en el nuevo mandato del Congreso.
Con el Tribunal Supremo integrado con una mayoría que responde a los intereses y a la visión conservadora que abrazan el Partido Republicano y, en especial, el presidente, cabe esperar la inclinación de ese Tribunal de 9 miembros a favor de las causas, las políticas y las leyes que promuevan Trump y su partido.
El marco constitucional de los Estados Unidos previó desde sus orígenes, no sólo la supuesta división de poderes entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial, que queda ahora totalmente en manos de los republicanos.
Previó también reservar una importante cuota de poder a las estructuras políticas de los Estados. Esta autoridad ha ido erosionándose con el tiempo, pero retiene cierta capacidad para contrarrestar a nivel de los Estados la voluntad política del poder federal.
Sin embargo, con una presencia abrumadora de gobernadores republicanos en el mapa de la Unión, es poco creíble esperar una resistencia realmente vigorosa, aún con la participación de Estados grandes como California y Nueva York que permanecen bajo el poder de los demócratas.
Este escenario político, que muchos observadores consideraban impensable hace solo cuatro meses, apunta a una ofensiva de derecha extremista y peligrosa que no encontrará obstáculos de envergadura en su avance.
Al menos de parte de las estructuras del Estado que debían asegurar un grado de balance y sentido común en el comportamiento gubernamental.
El Partido Demócrata no parece hoy apto para el desafío ni cuenta con la influencia política necesaria en los órganos de poder.
La agenda personal de Trump, la del movimiento conservador que controla al Partido Republicano y la del Tea Party se irán imponiendo en el escenario nacional. Tienen la garantía de contar con el respaldo de una cuota no despreciable del electorado que comparte sus ideas.
Las marchas masivas e impresionantes como las del pasado 21 de enero, no son por ahora más que eso: marchas. No constituyen un movimiento articulado y no cuentan en los Estados Unidos con un partido o un movimiento político equipado con verdaderas palancas de poder.
El Partido Demócrata está desorientado y nunca ha representado en realidad los sentimientos y las aspiraciones de buena parte de los que ese día marcharon en varias ciudades y otras partes del mundo.
El cineasta y activista Michael Moore hizo un llamado a la renovación del liderazgo del Partido Demócrata, supuestamente bajo el entendido de que es la única fuerza con recursos, organización y presencia en las estructuras de poder.
Pero no basta con el liderazgo o incluso con el apoyo de figuras célebres del arte, la cultura y el entretenimiento. Si el Partido Demócrata no modifica sustancialmente la esencia de su agenda política, el escenario oscuro ya conformándose tendrá larga vida.
Habrá que confiar en los errores y escándalos previsibles de la Presidencia, en las contradicciones internas del Partido Republicano, y en las reales dificultades para lograr cumplir con las promesas electorales de crecimiento económico, fomento de nuevas industrias, creación de nuevos empleos, incremento del nivel de vida de los trabajadores y mayor seguridad ciudadana, todo ello sin elevar el déficit fiscal.
De suceder así, ello podría mover el péndulo electoral de varios distritos congresionales en el 2018 y mejorar el balance de fuerzas en la Cámara de Representantes, pero no hay nada que lo asegure.
EE.UU.: Los poderes del presidente
Por Raúl Fernández