La Habana, 10 feb (PL) Los últimos acontecimientos políticos en Estados Unidos generan inquietudes y confusiones pues el hilo conductor de acciones y dichos de Donald Trump aparece y desaparece en las olas de una lucha de posiciones entre las élites de millonarios que no sigue patrones comunes en la forma de manifestarse.
En el establishment estadounidenses hay una lucha entre y dentro de los grupos financieros y empresariales desde el sótano hasta la azotea, y aunque no es inédita lo nuevo es que en esta ocasión se produce a cielo abierto y no de forma soterrada y poco percibida como hasta ahora.
Se puede asegurar sin temor a equivocaciones que no hay una unidad monolítica en las esferas de poder en Estados Unidos y que tampoco existe una identificación plena de intereses en la cúpula suprapartidista que hasta ahora les permitía ponerse de acuerdo.
No significa que las contradicciones en el núcleo de mando sean irreconciliables, pero su antagonismo está en los límites de la tolerancia.
Una expresión de esa situación son las manifestaciones en las calles contra Trump y su equipo de multimillonarios auspiciadas por adversarios poderosos, y el rechazo a sus ideas de conseguir por la vía más peligrosa, ofensiva y aterradora que «Estados Unidos vuelva a ser fuerte», como proclama voz en cuello el nuevo mandatario.
Si es cierto el axioma de que cuando un edificio está enfermo se derrumba o lo derrumban pues es la única alternativa posible para solventar el mal cuando es estructural, el sistema de dominación estadounidense puede estar en precario y la llegada de una persona como Trump a la Casa Blanca es una constatación.
Tampoco significa que el imperio esté en las últimas o que sus días estén contados.
En Trump hay una carga pesada y peligrosa de inexperiencia política y diplomática, válida en general para su equipo de multimillonarios irreverentes -y también de sus principales asesores- lo cual no justifica sus llamados de corte nacionalsocialista como en su discurso de toma de posesión cuando remarcó que «de hoy en adelante una nueva visión gobernará nuestra tierra. A partir de este momento Estados Unidos será lo primero».
Con esas espantosas palabras de Trump saltaron todas las alarmas en el mundo, incluidas las de sus aliados europeos y de la propia OTAN, en especial porque el nuevo mandatario dispondrá este año de de cerca de 600 mil millones de dólares para un presupuesto militar que es probable acelere una carrera armamentista tanto o más intensa que en la época de la guerra fría.
Hay una radicalización en ese discurso que en lugar de bajar sigue subiendo de tono en tal magnitud que da la impresión que Trump lleva años, y no días, en la Casa Blanca al punto de que en solamente la primera semana de gobierno su rechazo en el electorado marcaba 51 por ciento.
«Juntos haremos que Estados Unidos vuelva a ser fuerte. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser próspero. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser orgulloso. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser seguro de nuevo. Y juntos haremos que Estados Unidos sea grande de nuevo».
Como apuntara hace poco el teólogo brasileño Leonardo Boff, subyacente a estas palabras funciona la ideología del «destino manifiesto», de la excepcionalidad de Estados Unidos que posee una misión única y divina en el mundo, la de llevar sus valores de derechos, de la propiedad privada y de la democracia liberal al resto de la humanidad. Una equivocación horrible.
Todo puede comenzar con una guerra comercial total y un proteccionismo destructor y xenofóbico del que la discriminación étnica y religiosa y la cruzada antislámica son una suerte de sostén ideológico de la propaganda antiterrorista para encubrir objetivos mucho más profundos como los de reconstruir un hegemonismo que no tiene cabida en esta época y requeriría el uso de una fuerza superior a la desplegada en Iraq, Afganistán, Siria y otros teatros de guerra, y más abarcadora.
Trump arrastra en esa cruzada a ultraderechistas como Marine Le Pen, en Francia, o Mauricio Macri, en Argentina, y da riendas al expansionismo de los israelíes agresivamente contrarios a las recomendaciones de la ONU de que abandonen la colonización de Jerusalén y otros territorios palestinos que ocupan, pero al mismo tiempo se echa en contra a sus más cercanos aliados europeos e incluso a la OTAN.
Hay una coincidencia general entre economistas de diversas tendencias que ninguno de los proyectos de Trump generará el empleo que el mandatario esgrime como argumento y que el proteccionismo tampoco funcionará y será un desastre. No son tiempos de improvisaciones.
El gobierno de Trump nació torcido porque es hijo de la decadencia del sistema. Sus cimientos cedieron al peso del neoliberalismo y una globalización desenfrenadamente mal conducida, y de la necesidad de un reacomodo de fuerzas liderado por los sectores que representan los supermillonarios elegidos para integrar el gobierno, incluidos el petrolero y el militar-industrial.
Ese gabinete ministerial marca una polarización política que va más allá de la separación matemática de un conglomerado en dos partes con suficientes potencialidades de poder, pues atañe más que a una ideología partidista, al resquebrajamiento de la estructura del sistema que les sirve de soporte a demócratas y republicanos.
Ciertamente, el nuevo presidente de Estados Unidos es fiel a un guion preconcebido dirigido a producir un cambio dentro del sistema que permita aplicar nuevas estrategias sin temer la cercanía del abismo extremista para recuperar el hegemonismo que Trump considera perdido. La gran confusión de Trump y sus allegados es que no estamos en una época de cambios, sino del cambio de una época
La gran equivocación de Trump
Por Luis Manuel Arce Isaac