Dicho sea de paso: ¡Así no!

Por Fernando Castillo

Arthur Schnitzler, el gran dramaturgo austriaco decía que «cuesta mucho distinguir a los estúpidos que se hacen pasar por canallas, de los canallas que se hacen pasar por estúpidos».

Los recientes eventos sucedidos en nuestro país y la forma en que reaccionaron el gobierno (con excepción de las fuerzas armadas, que merecen todo nuestro reconocimiento) y la élite política, no mostraron que hemos dejado al país en manos de un atajo de canallas, que además desconocen la ley y la naturaleza de las instituciones.

El sismo del 19-S, vino a mover mucho más que el piso y detonó ese grito ciudadano que pedía un cambio en las estructuras políticas, el mismo que hoy, amenaza con ser una regresión.

Ante el reclamo de la ciudadanía, que exigió que el dinero que se entrega a los partidos políticos se destinara a la atención de los damnificados por los terremotos de septiembre, los líderes políticos tuvieron una reacción negativa, aduciendo motivos legales (válidos) para no entregar ese dinero, pero cuando se abrió una alternativa jurídica que les permitía devolver el dinero a la federación y que esta lo destinara a la atención del desastre, las reacciones, variadas en la forma pero populistas y absurdas en el fondo, marcaron el inicio de este desaguisado que hoy tenemos.

Movido por su agudo sentido de la oportunidad y el desprecio a las instituciones y a la Ley, Andrés Manuel López Obrador propuso donar a los damnificados, los recursos que el INE le entrega a su partido político. Comenzó por el 50 por ciento, luego el total hasta 100 millones y después propuso la absurda idea de crear un fideicomiso, figura por demás costosa, que sería administrada por personajes leales a él, que no sólo son ignorantes del manejo fiduciario, sino que también lo son en materia de desastres naturales, sus consecuencias y de los procesos para reconstruir no nada más los inmuebles, sino el tejido social y los pilares psicológicos de la persona.

La idea de este fideicomiso, en el que se le pedía a la ciudadanía que aportará, es un burdo plan para crear mecanismos alternativos que permitan triangular recursos, financiar la campaña de López Obrador y operar la compra de votos al dirigir la «ayuda» a áreas determinadas sin las limitaciones legales que tendría el ejercicio del gasto de campaña, propiamente dicho. Si una campaña electoral no puede regalar víveres o entregar dinero, los fideicomisos carecen de esa limitación.

En el lado del Frente Ciudadano por México, cayeron en la provocación y reaccionaron con prisa. Cuál si estuvieran en una subasta, quisieron ofrecer más que MORENA y anunciaron una iniciativa que eliminaría, de manera permanente, el financiamiento público de los partidos políticos.

Esta propuesta está llena de inconsistencias, pues la reforma deberá ser del texto constitucional y no va a ser procesada en este periodo, por lo que, por muy pronto, aplicaría en el Presupuesto de Egresos de la Federación del 2019. Por otro lado, no se han puesto a pensar en las muy graves consecuencias que esto tendría en nuestra democracia.

El financiamiento público ha favorecido la pluralidad en los órganos legislativos y la alternancia en los poderes ejecutivos, tanto federal como de los estados. Ha permitido, también, la subsistencia y creación de partidos políticos que agrupan corrientes ideológicas integradas por sectores poblacionales, que difícilmente podrían aportar recursos privados para el sostenimiento de un partido.

El financiamiento del Estado es una medida para impedir, también, que sean recursos privados los que sufraguen los gastos de una campaña, como un acto de comercio vil, sobre favores económicos a futuro, ya sea por asignación de obra pública, asignación de compras o tráfico de influencias. Igualmente es un instrumento para evitar el ingreso del dinero del crimen a las campañas políticas y que los capos tengan «funcionarios comprados», en las posiciones de poder público.

Podríamos decir qué hay fallas en la efectividad. Odebrecht, presumiblemente, ingresó dinero a la campaña electoral del presidente Peña Nieto, por conducto -se dice- de Emilio Lozoya, que tiempo después entregó contratos multimillonarios a la empresa brasileña, desde la petrolera estatal PEMEX. Se ha dicho que el grupo criminal de «Los Zetas» habrían aportado millones de pesos a la campaña del ex gobernador Fidel Herrera, en Veracruz, apoderándose estos del estado y operando con total impunidad. Sin embargo, estos hechos son consecuencia de que las autoridades electorales no han sido eficientes en la fiscalización de los gastos de campaña y que las autoridades fiscales y de procuración de justicia han fallado en detectar los cientos de operaciones realizadas con dinero en efectivo y el origen de estos recursos.

La propuesta de eliminar el financiamiento público, no es lo más serio. Es un anuncio populista, inviable en lo inmediato y que busca un protagonismo pronto, sin calcular las consecuencias futuras de una decisión no tiene una sólida justificación.

La medida irresponsable, también fue propuesta por el partido en el gobierno, pues en un balance sencillo sale ganando de todas todas. El PRI fue el primer partido en hacer efectiva su renuncia a los fondos públicos que le correspondían. Lo hace porque al hacer cuentas, es benéfico el renunciar a 250 millones de pesos, dar una imagen solidaria y forzar a que sus opositores renuncien al financiamiento público, pues al final de cuentas ese dinero devuelto será ejercido por un gobierno priista, favoreciendo al partido.

El reclamo ciudadano de quitar el dinero público a los partidos, está en relación directa con la sumisión del político a intereses de un grupo o persona y el desprecio a las necesidades sociales, por haber creado una casta privilegiada en todas las organizaciones políticas.

El descontento que generó este reclamo, está alimentado por esa brecha social y económica que se ha abierto entre la élite política y los ciudadanos, pues la corrupción alcanza niveles alarmantes y ha permitido que los funcionarios se hagan ricos con dinero público, mientras que los datos de desarrollo y movilidad social en México, son vergonzosos.

El ver la fortuna que ha amasado, en muy poco tiempo, Ricardo Anaya, la exquisita y lujosa vida de decenas de funcionarios priistas y el hecho de que Andrés Manuel López Obrador pueda sostener un nivel de vida bastante bueno y financiar una campaña electoral de casi 11 años, sin haberlo visto trabajar en este tiempo, son muestra de que la política es un gran negocio, que se ha hecho a costa de las oportunidades que se le niegan a millones de mexicanos.

Este gobierno en particular, el que marcó el regreso del PRI -de la familia revolucionaria- al poder, es la muestra perfecta de que la Revolución Mexicana comenzó en el monte y terminó en Las Lomas.

El PRI ha propuesto, también, la eliminación de los legisladores plurinominales, que han hecho efectiva la representación de la pluralidad ideológica de este país.

El problema no es la figura del legislador de partido, sino que bajo esta figura se ha permitido que líderes partidistas y políticos que no ganarían en las urnas y que no tienen un perfil técnico que justifique su inclusión en el poder legislativo, sin representación ciudadana efectiva, accedan a puestos de poder público para ser comparsas o meros aplaudidores sin ningún beneficio a la labor del Congreso.

Nuestro sistema de representación democrática, pretendió en un principio ser una copia del sistema norteamericano en el que un legislador representaba los intereses de los electores de la demarcación que lo elegía. El problema fue evidente cuando, aquí, el legislador electo se plegaba a las órdenes de un líder de facción, generalmente el presidente de la República. Al introducir elementos de las democracias europeas e instituir los diputados de partido, llegaron a las cámaras voceros de ideologías no mayoritarias, pero que forman parte de la diversidad ideológica mexicana. Esto ha permanecido vigente, dentro de las deficiencias del sistema. Eliminar estos legisladores por cuestiones meramente económicas, no es correcto ni sensato ni inteligente.

Dicen que si compras un terreno, antes de quitar una valla te preguntes por qué la puso ahí el propietario anterior. Las figuras del financiamiento público y de la representación proporcional tienen razones históricas que las sustentan. El problema no es la figura, sino la perversión de está en la práctica.

Si queremos reformar el sistema, no lo hagamos a partir de vaciladas. Si el financiamiento público nos parece elevado, modifiquemos la fórmula para hacerlo menos oneroso, pero establezcamos también mecanismos que transparenten su ejercicio y condicionemos este a los votos efectivos de cada partido político. Podemos también ampliar los límites al financiamiento privado, procurando condiciones eficaces para que el Estado vigile el origen de estos recursos, combata frontalmente la corrupción y acabe con la impunidad.

Si queremos modificar el Congreso, disminuyamos los legisladores, pero partamos de la realidad de que todos sirven a su partido y no al elector, así que por qué no pensar en desaparecer los diputados de mayoría relativa, estableciendo sólo listas estatales, asignando diputados conforme al porcentaje de votos obtenidos por partido, o una gran lista nacional, que pueda erradicar la sobrerrepresentación que permite que hoy, con el 29 por ciento de los votos, el PRI tenga mayoría en la cámara de Diputados. El Senado se puede conformar, como antes, por dos senadores de mayoría por cada estado y uno de la primera minoría. Esto va a forzar gobiernos de coalición con proyectos incluyentes, en beneficio del grueso de los ciudadanos.

No sé si nuestros políticos de hoy son estúpidos o canallas; quizá las dos cosas, pero sí sé que no es posible legislar a partir de las emociones.

Este país necesita una reforma política y electoral sería. Los ciudadanos reclamamos cambios a partir de análisis y reflexiones puntuales y razonadas. Reformar por ocurrencias, no. Así no.

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