Veneno Puro: Fracasos Callados

*Fracasos Callados
*En Ciudad Victoria
Por Rafael Loret de Mola
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Confieso a los amables lectores que cada vez me resulta más difícil traducir el empalagoso idioma gubernamental. A cambio de ello, las intenciones no pueden ocultarse. Reparé en ello luego varios días después de la caída del avión en el que viajaban Juan Camilo Mouriño y José Luis Santiago Vasconcelos, amén de otros funcionarios y la tripulación, y que empeñosamente los voceros de la oficialidad, y hasta los opinantes gratuitos ligados al establishment, consideran un accidente aun cuando no encontraran explicaciones convincentes para certificarlo. Ya pasaron casi ocho años desde aquel trágico 4 de noviembre de 2008, el día en el cual Barack Obama proclamó su victoria en los Estados Unidos. Dijeron que quizá once meses después sabríamos algo. Lamentablemente, la amnesia colectiva consumió el interés por el suceso. Como siempre.
Este columnista ya ha pasado por ello. En febrero de 1986 escribí que temía más al silencio de mis colegas y al consiguiente vacío en los medios informativos que a cualquiera otra reacción por parte de quienes ejercían entonces el gobierno. Lo expresé, obviamente dolido, al percibir que casi me había quedado solo en mi insistencia por descorrer los “puntos oscuros” sobre el supuesto “accidente”, todo un montaje siniestro, en el que perdió la vida Carlos Loret de Mola Mediz precisamente cuando, con su prestigio político como único escudo, intentaba convencer a algunos personajes claves sobre el imperativo de solicitar al entonces presidente, miguel de la madrid, su dimisión, más bien su “licencia por causas graves” de acuerdo a como señala la Carta Magna. Poco después mi voz fue la única que siguió escuchándose. Hasta ahora, treinta años después.
Los eruditos afirman que averiguar los crímenes desde el poder lleva mucho tiempo. Fíjense: Kennedy fue asesinado en noviembre de 1963, tres décadas más adelante, en 1993, una célebre película, “JFK”, dirigida por Oliver Stone espléndidamente, exaltó la cruzada del fiscal Jim Garrison, de Nueva Orleáns, con tremendas, determinantes conclusiones que tres lustros más adelante desde entonces y cincuenta y tres años después del magnicidio no han sido siquiera tomadas en cuenta. Y son tan serias y contundentes que ni siquiera dan lugar a réplica: fueron siete los disparos, desde distintos ángulos, y no tres provenientes del mismo sitio como se asentó en los informes oficiales para descartar, burdamente, la teoría de una conjura.
¿Y qué decir del asesinato de Luis Donaldo Colosio? En 2002, en Mexicali, a donde acudí a dialogar con un nutrido grupo de empresarios, se me acercó uno de los cuñados del candidato sacrificado para decirme:
–“Sólo he venido a verle para decirle que la familia estima mucho que usted no haya cerrado el expediente y siga manteniendo la firmeza de sus acusaciones.”
Fue todo y para mí fue bastante. Pese a la alternancia y la supuesta disposición oficial para resolver “los crímenes del pasado”, ni siquiera se dio lugar a la indispensable revisión histórica que permitiera construir un hilo conductor sólido colocando a los personajes centrales en su verdadera dimensión, siquiera para que criminales y víctimas no reposaran en los mismos mausoleos. Pero ni siquiera es se hizo; más bien se centró el morbo en la torpe e inútil persecución a luis echeverría, a quien su ancianidad salvó a pesar de su fortaleza física, como si la única afrenta –y no digo que no fuera trascendente-, se centrara en el amargo episodio de Tlatelolco del cual quedan ya muy pocos supervivientes en las esferas del poder. ¿Y todo lo demás, digamos los homicidios de periodistas y líderes de opinión en la deplorable década de los ochenta? Tampoco se avanzó nada sobre los magnicidios de 1993 y 1994 cuyos autores intelectuales se mantienen semiocultos o huidos con la bendición del sistema.
Por las Alcobas
¿Dónde está Manuel Muñoz Rocha, el diputado que instruyó al asesino material de Francisco Ruiz Massieu y que fue cercano interlocutor de Carlos Hank en su calidad de presidente de la comisión de Agricultura, renglón en el que el profesor desempeñaba la titularidad del ministerio? ¿De verdad no lo saben los tantos agentes de inteligencia? Pues se los digo yo: vive, muy orondo, en las inmediaciones de Ciudad Victoria, Tamaulipas, urbe a la que visita con frecuencia para ir a los bancos o tomarse un café con algún amigo furtivo. Quienes conocen bien la capital tamaulipeca conocen, a fondo, al personaje que fue dado por muerto para beneficio de su esposa, Marcia Cano, la viuda más feliz sobre la tierra.
Sólo falta que se alegue, en pleno frenesí de simulaciones, que todo ha sido un espejismo. Podría afirmarse entonces, grotescamente, que Colosio se accidentó porque, al tropezar entre la multitud al terminar el mitin en Lomas Taurinas, se accionó involuntariamente un arma y se culpó de ello a un “chivo expiatorio”. Tal alega, no nos vayamos muy lejos, el autor material de los disparos, Mario Aburto Martínez, a quien entrevisté en Almoloya precisamente el 22 de marzo de 2002. Así, sencillamente, se dilucidaría el misterio y nade osaría insistir en señalar a los autores intelectuales del suceso. No habría complot que perseguir ni sospechas por resolver.
¡Ay, si los panistas nos hubieran gobernado desde entonces nos habríamos ahorrado muchos dolores de cabeza! Además, cosas de la derecha, todos los accidentados tienen muertes heroicas, como expresó fox respecto a su entrañable colaborador Ramón Martín Huerta en septiembre de 2005 y sugirió calderón al calor de los funerales del “más cercano” de sus afectos fraternales, el ex secretario de Gobernación Mouriño. Con ellos en el poder no valen las especulaciones: los accidentes se decretan, luego se extienden las versiones a los interesados en proponer que es mejor no mover demasiado las aguas de la polémica y se apuesta a la desmemoria general. Casos cerrados sin necesidad de fiscalías especiales ni diferendos extremos. Todos felices en ausencia plena de gobierno.
¿Quién dice que la derecha, esto es el PAN en el ejercicio presidencial, no supo gobernar? La rutina de los accidentes se convirtió en fórmula institucional para evitar extender temores y escándalos.
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