De un tiempo a esta parte, las democracias occidentales, reaccionan ante la gravedad de sus males, mediante el menos democrático de sus poderes, como menos público y publicitado, el poder judicial, por intermedio de la supuesta cura, que la convierten en una suerte de bálsamo milagroso, como lo es el procesamiento, el diligenciamiento y el inicio de la penalización ante posibles y plausibles hechos de corrupción perpetrados por otrora hombres en la cúspide del manejo de la cosa pública. Esta radicalización, sacralización de lo metodológico, mediante la acción punitiva o sancionatoria hacia quiénes pudiese haber desfalcado al estado para beneficio propio, repetidas autómata como maquinalmente, por medios de comunicación, no sólo que banalizan el mal mismo, a decir de Arendt, sino que construyen un ideario social, en donde lo único que importa son los sujetos, es decir los nombres y apellidos de los punibles, más no así las acciones que puedan o debieran haber llevado ante el manejo de lo público. Para traducirlo en una frase, a expensas de perder concisión conceptual: desde lo normativo, hasta la consideración social, construimos edificios enteros de regulaciones que apuntan a buscar sí alguien compró tal bien u objeto, que se condice o no con su nivel adquisitivo (y cuando lo sospechamos y no lo encontramos, vamos como manada, a buscar sus testaferros, sus maniobras, en donde tiene tal suposición enterrada o aquerenciada en qué paraíso fiscal) dejando escapar lo más importante, la acción pública mediante la cual pudo haberse no sólo enriquecido, sino también, cometido el fraude intelectual de haberse comportado equívoca y erróneamente, dando lugar a lo que es catalogado para otras profesiones cómo mala praxis, en este caso política.
La consideración unívoca, a la que nos pareciera conducir esta cruzada contra los hechos de corrupción, sedimenta una noción no sólo parcial sino también insensata. El foco de la ciudadanía, tiene que estar, vigía y alerta, no solamente para que no le roben recursos públicos y en su sucedáneo, cuanto le han robado y donde encontrarlos para recuperarlos (leyes como extinción de dominio y repatriación), sino que además, o por sobre todo, que aquellos que en nombre de una supuesta probidad moral (una suerte de honestismo) o constatación fehaciente de que no son corruptos, no le hagan perder, igualmente, recursos a la ciudadanía, por el mal obrar o mal proceder, sea producto del error puntual o la incapacidad manifiesta.
El concepto de mala praxis es el pertinente y adecuado. Sí bien originaria como usualmente se lo plantea en el ámbito medicinal, más que nada por tratarse de un campo en donde la mala actuación genera un daño directo y contundente, lo cierto es que en la arena pública, avanza la consideración de tipificar la mala praxis política, entendiendo la valía de poner el acento, allí en donde se debe. La cosa pública, sea en recursos como en bienes, no sólo pueden ser robadas o enajenadas, por delincuentes en proceso o condenados, sino también perdidos, disueltos, desaprovechados, por honestos y probos, que en nombre de los buenos actos y costumbres, envalentonados por una marea en donde sólo nos instan a poner la mirada en la penalización al ladrón, estemos olvidando el mal proceder, la mala acción, que debe ser también condenable y reprobable, en medidas y formas distintas que la otra claro está, dado que genera en términos conceptuales lo mismo: una perdida concreta y específica para el colectivo en lo que se conforma lo público.
No son pocos los que pretendieron conceptualizar esta propuesta, en Argentina, la legisladora mandato cumplido, Laura Sesma como el artista Andrés Segal, poseen sendos y apropiados trabajos que van en un sentido semejante, en otras partes del mundo, iniciativas de un tenor similar hacen foco precisamente en el seguimiento y control ciudadano, acerca del hecho público, no de quién lo haya perpetrado.
En términos de introducción a la filosofía (materia o formalidad educativa que en el caso de que no este, debiera estar en cualquier curricula de estudios de formación inicial o básica) estamos confundiendo, o nos conducen a que confundamos las nociones de “sujeto y predicado”. Nos obstinan a que construyamos un mundo de referencias conceptuales y políticas, en donde sólo importa el nombre, el apellido, el color de pelo y el valor de los bienes del cuestionado, dejando de lado, el accionar que ha llevado en cada uno de los casos, a que evada controles normativos como morales, para poder perpetrar el ilícito y solo tras ello, que tengamos posibilidad de reacción o de espanto ciudadano. El foco debe estar en el predicado, es decir en la acción pública. No importa sí el que la lleva a cabo, gusta de acostarse con muñecas inflables o vestido de marinero, menos sí en sus ratos libres el funcionario, vende su cuerpo para generarse ingresos extras. La política no debe equivocar el camino de convertirse en una suerte de policía moral y ciudadana que reaccione vindicativamente pidiendo cárcel y que le devuelvan lo robado. La política ciudadana debe instar no sólo a que sea difícil que nos roben, por ende aumentar los mecanismos de control y la cultura de seguimiento, sino, además tener bien en claro y a la par de la indignación por el enajenamiento, la tipificación de la mala praxis política.
Los afectados por ladrones o incapaces somos los mismos; la ciudadanía toda, los primeros gozan de tanta fama, que nos hacen telenovelas, culebrones de sus robos, o intentos de y descalabros, entendemos que esto responda a lógicas profundas del poder y del entretenimiento, sin embargo no por ello debe integrar a todo lo que signifique la política y lo que podamos hacer con ella.
De sobra sabemos que hacer, con respecto a la corrupción y con quiénes caen en ella. Posiblemente el que no podamos asestarle graves golpes para hacerla retroceder, tengan mucho más que ver con el planteo que estamos realizando. Nada más útil para corruptos y deshonestos que entremezclarse o tratar de fundirse entre la masa de inútiles, inoperantes y confundidos compulsivos (que no pagan consecuencias por sus errores seriales) que atestan las plantillas estatales, por obra y gracia, de que a la gran mayoría sólo nos pasen las películas de los bandidos y perversos delincuentes, cómo si las falencias en la administración del estado, sólo tenga que ver con esta perspectiva de que todo es responsabilidad de un grupo, más o menos numeroso, de ladronzuelos de guante blanco que habitan más allá o más acá de ideologías y partidos.
Sí no damos este paso y seguimos avanzado en este mismo sentido, corremos el riesgo, que el menos democrático de los poderes, el judicial, acumule capital político, de mala calidad además como expusimos, apresando a los que incumplieron la ley, ayudando a confundir a la ciudadanía, haciéndola creer, que sólo dañan lo público sí es robado o tomado prestado, cuando en verdad, tanto más daño le hacen, cuando la administran en forma indebida, ineficaz o bajo esta figura de mala praxis política. Lo más gravoso es que sí la síntesis es que lo mejor que puede hacer la institucionalidad es meter preso a ladrones, no faltará quien proponga, falaz como estúpidamente, que entonces sean los apresadores quiénes asuman el resto de las funciones de gobierno o de gobernanza.
Los niveles de popularidad de hombres del poder judicial que persiguen corruptos más los niveles de “necesidad pública” de saber el valor de los autos o de las casas de los ex gobernantes, nos hablan a las claras, del peligro en el que estamos, de ser gobernados por supuestos justicieros que siquiera se encargarían de trabajar por buscar nuestros posibles deseos colectivos, sino simplemente para saciar sus hambrientos egos, usando nuestras expectativas, falsas o falseadas de que queremos solamente al corrupto preso o devolviendo, cuando en verdad lo que necesitaríamos es que construyamos una ciudadanía en donde sea difícil o casi imposible que se robe, y que además la administración del estado no sea un lugar propicio para inútiles e incapaces (que por méritos nepotistas o vaya a saber de qué gradación) acceden a tales peldaños, para sin darse cuenta, favorecer tanto o más las prácticas de los corruptos de las que supuesta o declarativamente se manifiestan en sentido contrario.