Por Alizbeth Mercado
César Aira me produce sentimientos encontrados (en términos literarios). Sé que puede resultar vicioso que hable desde la primera persona, pero más que egoísmo, se trata de esbozar este texto desde el punto de vista del lector (un lector), porque para trabajar con Aira entra en juego la interpretación que se haga de su lectura –sin obviar este aspecto intrínseco al proceso de lectura–.
El comienzo de Cómo me hice monja (Era, 2005) parece predecible: la autobiografía de una niña que tomó los votos religiosos. No lo es. Se trata de una pelea con su padre porque a ella/él no le gustó el helado de frutilla ya que resultó putrefacto, el padre mata al heladero y como consecuencia va a la cárcel. ¿Argumento intrincado detrás de una narrativa simple? Quizás.
Aira le da más importancia al conflicto que a la descripción de los personajes. Muy poco sabemos de la apariencia del narrador: es delgado, se llama César Aira, tiene problemas comunicativos ya que habla poco y sus gestos son confusos; parece sociópata, es histriónico o un maestro de la simulación. César habla de sí mismo en femenino lo cual me llevó a creer que en el futuro sería un travesti o transgénero, pero sólo es una treta para referir a la dupla ser/parecer.
Aunque detrás de este ejercicio advierto referencia a los problemas que suscita la diferencia de género y los roles que deben repetir las personas cuando entran en una categoría. Por ejemplo, cuando el niño Aira cuenta que se imagina a uno de sus alumnos disléxicos que tiene papá-mujer y mamá-hombre:
El chico que dibujaba las letras en espejo tenía un papá mujer y una mamá hombre. Lo cual, además, tenía efectos sobre su rendimiento escolar, ya que porque tuviera que ayudar a su mamá a hacer la comida ( su mamá era un hombre, por lo tanto no sabía cocinar), y por ello no tenía tiempo de hacer los deberes, ya porque la miseria en su hogar fuera excesiva (su papá era mujer y fallaba en el mundo del trabajo) y entonces yo debía ocuparme de que la cooperativa lo proveyera de útiles.[1]
¿Ella/él tiene alumnos? ¡pero si sólo tiene seis años! Pues sí, dada su soledad, Aira crea mundos divergentes y alternativos como dar clases a alumnos enfermos de algo parecido a la dislexia. Cada alumno aprende a su manera, porque “yo no había inventado enfermedades sino sistemas de dificultad”[2] lo que explica que el mundo no es el mismo para todos. La imaginación es la clave de este relato porque cada peripecia, que parece inverosímil, quizá se justifica porque lo narra un niño inquieto pero consiente de las cosas como la venganza de la esposa del heladero, que lo conduce hacia la muerte: “Yo tenia una vida real toralmente separada de las creencias, de la realidad general conformada por las creencias compartida…”[3]
Mientras avanza el relato se cae en un juego de adivinanzas, porque Aira crea escenarios que parecen llegar a cierto fin pero no es así. Cuando cae enfermo parece que morirá, nunca aprendió a leer, nunca se convierte en mujer, no tuvo más que un amigo, no tiene muñecas, se pierde y su madre no sabe de su muerte y lo peor, nunca es monja, nadie tomó los votos en este libro.
Por lo tanto, César desafía a la lógica ya que él mismo menciona que sus libros son experimentos que nunca corrige y siente la necesidad de ir hacia delante, de caer en una fuga imparable y dejarse llevar por las epifanías que tenga mientras escribe.
… todos mis libros son experimentos. Son pensados como tales, pero no se trata de experimentos hechos con la seriedad metódica de un científico sino con la seriedad ametódica de un sabio loco o de un niño que juega al químico y mezcla dos sustancias para ver qué pasa. Del mismo modo yo mezclo mis sustancias para ver qué pasa, y yo mismo no sé muy bien qué va a pasar.[4]
Aira cae en el terreno de la significación en varios planos, en este sentido planteo que la interpretación toma mucha importancia para leerlo; y para adentrarse en su narrativa se necesita paciencia, sentido del humor y quizá tolerancia a la frustración de que el resultado no sea el esperado. No se trata de que Aira sea un autor complejo dirigido a un público especializado, sin embargo, sus lecturas pueden ser como el helado de frutilla: agradables o repelentes.
Esta postura de confusión, reconocida por Aira [5] me hace pensar en las duplas vida/obra y ser/parecer que muchos escritores adoptan y es un ejercicio extraliterario que cae en su narrativa.
Es decir ¿las piezas sobreviven sin el visto bueno (o malo) del autor? ¿es necesario este juego metatextual? ¿Por qué no se hizo monja? Son preguntas que dejo en la palestra.