Por Ana León
“El arte no tiene que preocuparse por su clientela […] El arte se hace, dice lo que hace, hace lo que dice, según su disciplina propia, y sin consideraciones de intereses de quien fuera”, escribe el filósofo francés Alain Badiou. El trabajo de preocuparse por su clientela y por sus intereses ha recaído entonces en galeristas, museos y ferias de arte. El museo más allá de alojar aquello que apela a la experiencia estética, y devenido marca, tiene también la obligación de justificar su existencia como institución y engendrar una narrativa que mantenga activa y atractiva la colección que aloja. Los museos, en sus colecciones, contienen un comentario sobre un presente que respondió a un contexto específico y la forma en que manejan dichas colecciones conforma en sí misma otro comentario sobre otro presente, el nuestro.
Alejandro Hernández Gálvez, al reflexionar sobre la naturaleza de los museos del siglo XXI, apunta que “un museo sin colección no funciona” pero, ¿y un museo sin visitantes? Tampoco. En las primeras décadas de este siglo los museos han implementado diferentes maniobras para mantener su estatus y resignificarse convirtiéndose en marcas e incluso teniendo sucursales. Una vez devenidos marcas, adoptar las estrategias del mercado es el paso obvio. Esto no es nuevo, es una táctica implementada desde finales de los años noventa, incluso antes, de poder tal, que fue capaz de cambiar la economía de una ciudad entera. Recordemos el “efecto Bilbao”, este magno proyecto de planificación urbana y revitalización económica diseñado en torno a la construcción de proyectos arquitectónicos, en específico, la edificación del Guggenheim de Bilbao.
El año pasado, el Louvre inauguró una sucursal en Abu Dabi. Este año, se transformó en el escenario de la más reciente colaboración entre Jay-Z y Beyoncé, “APESHIT”. Tanto el interior como el exterior del Louvre han sido escenario de otras producciones, El Código Da Vinci, por ejemplo. Pero más allá de ser escenario de películas, lo fue también de la cinta del ruso Aleksandr Sokúrov, Francofonía (2014), el gesto de estas figuras de la cultura de masas frente a los grandes maestros del arte va un poco más allá de lo anecdótico. Primero, hay una intención de reivindicar la identidad negra en los principales museos del mundo, tema en el que otros museos también han reflexionado pero a través de exhibiciones temporales.
En la primer escena del video vemos a Beyoncé y a su pareja musical y sentimental, Jay-Z, de espaldas a la Mona Lisa. Ésta es, aparentemente, la última parte de una especie de novela por entregas en que se han convertido sus colaboraciones. Primero la infidelidad de Jay- Z (Lemonade, 2016), luego las disculpas de éste a la cantante (4:44, 2017), ahora este sencillo parte de Everything is love, como cierre de esta historia. Y es que es justo la capitalización de lo privado en la esfera de lo público lo que marca una vuelta de tuerca en la era de la producción artística masiva. Luego, aparecen como escenario obras como la Victoria alada de Samotracia, la Venus de Milo, El rapto de las Sabinas y La consagración de Napoleón.
“La imagen ya no es un mero hecho exterior”, dice Mario Perniola en La sociedad de los simulacros (2009), “que puede cubrir las pocas maniobras acrobáticas de unas pocas personas, sino que implica un diseño cultural claramente concebido, coherentemente acotado, ampliamente compartido”; en la era de las convicciones efímeras nos movemos y construimos a través de la elaboración, circulación y manipulación de imágenes-signo. Y es en este terreno en el que se sitúa el Louvre para ofrecer a su público todas las experiencias consumibles posibles: desde afuera para aquellos que no pueden viajar mediante un dispositivo de alcance masivo como el video de dos raperos internacionalmente conocidos, hasta recorridos creados a partir de éste.
¿Es cuestionable, criticable? Puede ser, sin embargo habría que hacer una diferencia: ¿se habla de valores estéticos o de industrias culturales? Como muchas otras empresas, el museo busca echar mano de la demanda de experiencias de consumo para no sólo atraer nuevos públicos sino que constituir nuevos públicos para su espacio. ¿Qué clase de público?, uno que precisa de cumplir esa autoimpuesta “responsabilidad estética por su apariencia frente al mundo” (Groys, 2014). ¿Esto demerita el valor de sus obras? No. El reto es que una vez captado este público: ¿cómo lograr que su acercamiento a las obras trascienda más allá de una selfie?, ¿cómo lograr que se vuelva a mirar al arte de frente?