Reflexiones tecnológicas, sociales y el arte de Monet
Me complace platicarles que resultó un éxito el cambio tecnológico experimentado la semana pasada durante la clase de homenaje a Toulouse-Lautrec, cuando por fin dejé atrás el viejo proyector de diapositivas y comencé a utilizar un video proyector que permite la ampliación y la mayor nitidez de las imágenes. Aparte de estas indudables ventajas técnicas, la ganancia principal reside en que ahora tendré a mi disposición el inagotable universo de fotografías que circulan vía Internet (desde las páginas virtuales de los museos hasta los blogs especializados en arte). Bastará con buscar las mejores imágenes en el ciberespacio, seleccionar ahí tanto las obras clásicas como las que me parezcan más atractivas, para luego conferirles un cierto orden lógico en una presentación de power point que permita, finalmente, mostrárselas a ustedes con un lucimiento pleno y garantizado.
¿Por qué tardé tanto en dar este “salto tecnológico”, siendo que existían estos recursos técnicos desde hace bastante tiempo? Por varias razones, unas objetivas y otras subjetivas. Por un lado: en las diapositivas convencionales –la mayoría tomadas por mi padre durante sus viajes por Europa- hay numerosas imágenes que sobresalen por sus efectos de luz atractivos y por mostrar detalles relevantes de los cuadros, todo lo cual me facilitaba su explicación y degustación estética. Por el otro: confieso que el uso de las nuevas tecnologías aún me provoca cierto pánico, sobre todo porque es indispensable recurrir a varios aditamentos al mismo tiempo y porque resulta imprescindible una
mínima capacitación en el manejo de los mismos. Mi formación académica, gestada en una cultura previa a la era digital, y también la desidia y la ignorancia explican mis resistencias al cambio en cuanto a recurrir a este medio tecnológico específico. Más vale tarde que nunca, dice el dicho. Una vez superados los miedos, corroboré que ya sea que se traiga el “chip integrado” (el caso de los niños y jóvenes) o ya sea que se trate de un esfuerzo tardío (en el caso de los adultos mayores de 50 años), la utilización de estas tecnologías siempre redundará en una mayor eficiencia, rapidez, cantidad y calidad de la información infinita que pulula a través del ciberespacio.
Resulta pertinente, sin embargo, recordar algunas máximas sociológicas todavía vigentes, a pesar de las disertaciones científicas que nos advierten sobre los peligros
que representan asuntos como la modificación genética o la creación de robots inteligentes. Primeramente, nunca deberemos olvidar que la tecnología en un medio y no un fin. En segundo lugar, es importante no perder de vista que la tecnología conlleva la posibilidad de ser utilizada en beneficio o en perjuicio de la humanidad, tal como ocurre con la energía nuclear, para sólo citar un caso emblemático. Bien saben ustedes de mis constantes cuestionamientos a la manera banal y estúpida como se usan hoy en día las nuevas tecnologías y las redes sociales, enfocadas a vomitar odios políticos y chistes imbéciles. Empero, no pierdo la esperanza de que el amor al arte y al conocimiento crecerán con base en una esmerada educación escolar y familiar que enseñe, precisamente, a usar de manera inteligente y provechosa las enormes potencialidades benignas de la tecnología actual. Y si en el mundo proliferan fácilmente y por doquier las imágenes bellas (como las que nos legó Claude Monet), los conocimientos certeros y el espíritu crítico y constructivo, muy probablemente estaremos edificando un espacio de vida más placentero y confortable.
CARTA DE ESTÉTICA
59. Desde finales del siglo XIX y hasta la época actual, los impresionistas siempre han fascinado al público amante del arte. En 1874 ocurría lo contrario. Recuérdese que cuando en el estudio del fotógrafo Nadar se inauguró su primera exposición colectiva, Renoir, Pissarro, Sisley, Monet y compañía fueron calificados como seudoartistas que no sólo no sabían pintar, sino que, para colmo, sus obras ofendían el buen gusto y presuponían un atentado a las sacrosantas reglas de la pintura académica. El cuadro de Claude Monet, Impresión, sol naciente, fue del que más se mofaron los críticos y el que le daría nombre al nuevo estilo: el impresionismo.
Se trató de una forma revolucionaria de concebir el arte, sustentada en experimentar con los efectos lumínicos naturales, la pincelada dividida, la descomposición y yuxtaposición de las tonalidades cromáticas, la perspectiva visual del espectador y la recreación objetiva del paso gradual de los destellos sobre la apariencia de los objetos. ¡Una maravilla, pues, de juegos fugaces de luz y de reflejos efímeros en torno de la condición evanescente de las cosas! Quizá el más prodigioso canto pictórico a la supremacía infinita de la naturaleza en la historia del arte: marinas imantadas, parajes silvestres tornasolados, jardines de flores multicolores, nenúfares irisados, atardeceres bermellón, amaneceres incandescentes, mediodías translúcidos y las volátiles transparencias de ríos y océanos, aguas nutricias donde se refracta el prodigioso dios solar. Naturaleza que conforma el origen, el destino y el hábitat sagrado del ser humano.
Y a esa naturaleza, nicho primigenio y providencial, la civilización tecnocrática y despilfarradora le está infligiendo una estocada de muerte: el cambio climático. Basta ver las consecuencias funestas que sufrimos como globo terráqueo hoy en día: temperaturas congelantes, sequías que generan hambrunas, contaminación del aire y extenuación de los mantos freáticos mundiales. ¡Tragedias sin fin prohijadas por la mano suicida y ecocida del hombre!
Vale la pena referir la importancia particular de Los nenúfares (Les Nynphéas) de Monet, obra de su madurez pictórica, expuesta en paneles gigantescos, estructurada en forma oval y bañada con luz cenital, lo cual permite el máximo lucimiento de esas míticas flores acuáticas encendidas de color, que reverberan su luz irradiándola hacia un cosmos sin contornos, inextinguible y fluyente; un universo expansivo y acogedor acicalado mediante pinceladas verdes y lilas.
En nuestra próxima sesión retomaremos la vida y obra de Claude Monet, un artista que al final de su vida, cuando ya era rico y famoso, rehusó recibir la condecoración de la Legión de Honor y se negó a formar parte del Instituto de Francia. Su celo por mantenerse independiente frente a los halagos de los poderes institucionales no fue óbice, sin embargo, para donar a su querida Francia la serie de Los Nenúfares que hoy luce espléndidamente en el Museo de la Orangerie. Y este legado estético, luz y color quintaesenciados, conforma un tributo valiosísimo a la humanidad entera.