Paraguay, (PL).- Millones de seres en todo el planeta asistieron impresionados a la inauguración de Sydney-2000 gracias a la magia de la televisión, cuánto impacto no habrá entonces causado a quienes la observamos en vivo.
Derroche de belleza, originalidad y muchas cosas más, sobre todo de tecnología puesta por los australianos al servicio de una majestuosa apertura en unos Juegos Olímpicos.
De aquel momento resulta bueno recordar ahora a la atleta aborigen Cathy Freeman, primera de esas características en participar por la isla continente en una cita universal (Barcelona-1992), subtitular en Atlanta-1996 y monarca en su tierra.
Pero entonces Freeman no era todavía campeona, apenas una esperanza, cuando dio la última vuelta al óvalo con la antorcha y encendió el pebetero, en otra argucia técnica de hondo impacto por aquella llama sobre una cama de agua.
Eso todo el mundo lo vio, no es nada nuevo contarlo, y me piden vivencias anecdóticas personales. Entremos pues en materia.
Durante la ceremonia ocupaba un lugar privilegiado, muy cerca de la pista, con la vista a su mismo nivel, junto a un nutrido grupo de periodistas.
Una tras otra desfilaban las delegaciones, sin pausa para el aburrimiento aunque se trataba de 199 representaciones de la familia olímpica. Y entonces ocurrió.
Tocaba el turno a los croatas, elegantes todos los deportistas, técnicos y demás, enfundados en trajes formales y coronadas las testas por sombreros de fibra sintética.
Ya no recuerdo cómo, pero cuando pasaban frente a nosotros a los hombres les dio la idea de lanzar aquellos sombreros al público, que enloquecido trataba de hacerse de las decenas al vuelo.
Ensimismado como estaba en tratar de admirar cada detalle quedé estático en mi asiento, sin esperanza alguna, y por quién sabe que trayectoria elíptica milagrosa uno de ellos cayó en mi regazo. ÂíAh, lo guardo cual querido tesoro!
No fue ese el único momento emocionante de aquella ceremonia en lo personal. Sabía que ella estaba ahí, porque el programa la incluía, y la esperaba con ansiedad propia de quien la admiró desde sus años mozos.
Cuando salió a cantar al escenario, bastante lejos de nuestro sitio, apenas la divisaba, pero veía con alma y corazón su rostro y figura para mí extraordinariamente bellos, pero sobre todo oía, a pesar de los ruidos perturbadores, su voz angelical.
Olivia Newton-John fue quien en fugaces minutos tocó más hondo mi fibra aquella tarde-noche de inauguración olímpica.
Y de la apertura paso a la clausura, no porque me haya gustado mucho el espectáculo, o por nostalgia de lo admirado y que llegaba a su fin. La causa fue muy distinta.
Es que la jornada del adiós a Sydney-2000 coincidió con mi cumpleaños, y no uno cualquiera, sino el muy especial que marcaba mi medio siglo de existencia.
Lejos de casa fue duro, pero mis colegas se encargaron de hacer más placentera la ocasión, pues una vez terminada la ceremonia y de vuelta a la villa de prensa me sorprendieron con el brindis y el tradicional canto de las felicidades.
Y al regreso, familiares y amigos me homenajearon en grande.
(*) Corresponsal en Paraguay
Olimpiadas Sydney 2000: La inauguración
Por Julio Fumero (*)