La Habana (PL) En los primeros 12 párrafos de su discurso inaugural del pasado 20 de enero, el nuevo presidente de los Estados Unidos se refirió al «pueblo», directa o indirectamente, unas ocho veces.
A ese «pueblo» prometió, con inusuales referencias religiosas, garantizar nuevas oportunidades de empleo, recuperar la grandeza y la riqueza del país, y poner los intereses nacionales absolutamente por encima de cualquier otra consideración.
Ofreció recuperar las fábricas, reconstruir la infraestructura, mejorar la educación y aliviar la situación de muchas familias pobres. Entretanto, miles de personas marcharon en varias ciudades para repudiar al nuevo presidente y su programa perspectivo de gobierno.
Quienes observamos y tratamos de dilucidar lo que acontece en ese país, debemos preguntarnos a qué «pueblo» se refería Trump. La pregunta está asociada inevitablemente a la interrogante sobre quiénes y por qué le permitieron ganar suficientes votos electorales y llegar al poder.
Para encontrar respuesta, hay que prestar atención, entre otros factores, a un importante segmento de la población que no suele ser el usualmente representado por Hollywood, que no se ilustra en la mayoría de las revistas e imágenes de Estados Unidos, que no viaja y no se ve en otros países, cuyo interés los magnates de Wall Street nunca representan, y que no encaja en las denominaciones grupales de minorías y desaventajados.
Sin embargo, se trata de al menos 35 millones de ciudadanos. Es el segmento que solía denominarse «la clase trabajadora tradicional», mayormente compuesta por personas de piel blanca, que viven hoy en las ciudades y en pequeños pueblos repartidos en casi toda la geografía del país y que, como norma, alcanzan solo un nivel medio de educación.
Muchos son analfabetos funcionales. Comparten la característica de ser suspicaces frente a la actuación del gobierno, de practicar un patriotismo ostensible y de admirar con devoción la propiedad privada, aunque muchas veces carezcan de ella.
Son casi siempre racistas. Viven apegados celosamente a su derecho a la caza y a la posesión de armas. Conocen y consideran positivo que su país albergue tras las rejas a un cuarto de la población penal del planeta.
Con escaso interés o noción de lo que acontece en otros países, admiran las acciones militares contra los pueblos del Medio Oriente.
Y con raras excepciones, comparten todos una profunda fe cristiana-evangelista de la que absorben su concepción del mundo y las reglas que lo rigen, incluyendo el rechazo al aborto y la defensa de la educación religiosa.
No se trata de los beneficiados de un sistema excluyente y crecientemente polarizado. No son los grandes explotadores. Más bien son las víctimas de éstos. El nivel medio de ingreso de sus núcleos familiares no supera los 20 ó 30 mil dólares al año, con ambos cónyuges trabajando.
Viven bajo deudas que nunca podrán terminar de pagar. Carecen de seguro médico y, paradójicamente, se oponen a los programas gubernamentales como el Obamacare.
Rara vez aspiran o pueden aspirar a que sus hijos lleguen a la universidad o adquieran nivel técnico superior, y sufren el complejo de que en términos relativos viven más modestamente que sus padres, pero mejor que como lo harán sus hijos si todo sigue igual.
La perspectiva de evitar su democión a la condición de pobres sólo depende de que no se enferme o sufra accidente uno de los que trabaja en el núcleo familiar o algún hijo menor, que no se vean obligados a incumplir algún plazo de pago al banco o que su centro de trabajo no decida recortar plazas.
Después de la Segunda Guerra Mundial y la de Corea, los padres y abuelos de este segmento se incorporaron masivamente a las nuevas oportunidades de empleo en el contexto de la expansión industrial.
Sus condiciones de vida y las de sus comunidades prosperaron, al menos moderadamente, y la confianza en la meta de alcanzar el «sueño americano» se convirtió en aquellos años en un sello de la conciencia social.
Pero esas realidades han cambiado. Los hijos, nietos y bisnietos que hoy forman parte del mismo segmento ya no tienen iguales oportunidades y ya no prosperan, a pesar de que la meta del «sueño americano» sigue asumido como un derecho natural.
Hasta fines de los años 60, este segmento solía votar por el Partido Demócrata, asociado a los programas de expansión industrial, al compromiso con las oportunidades de trabajo y a los programas de bienestar social.
Era cuando los sectores dinámicos de la economía estaban centrados en la producción industrial del acero, las maquinarias, la minería y el automóvil. Era antes de que se desarrollara en los Estados Unidos la conciencia a favor de los derechos de la mujer, y contra la segregación en el sur y en el sistema escolar.
Antes de que progresara la preocupación por la protección del medio ambiente; cuando la inmigración de la que depende el desarrollo del país aún no procedía mayoritariamente del Tercer Mundo; cuando ser blanco y sobre todo masculino era condición suficiente para sentir cierta ventaja frente a otros grupos sociales. Es un segmento en el cual ha invertido políticamente el Partido Republicano desde el ascenso de Richard Nixon a la presidencia en 1968 y que se sintió inspirado y movilizado bajo la campaña y la presidencia de Ronald Reagan.
Sobre él han caído con especial fuerza e influencia el avance de las sectas y el fanatismo evangelista que caracterizan el mapa espiritual de los Estados Unidos en los últimos 40 años.
Los predicadores evangelistas, junto al movimiento conservador, con sus programas radiales y televisivos, con su cabildeo consistente y riguroso, han logrado captar la atención de estas personas. Les ofrecen explicación sobre sus dificultades y fórmulas de escape espiritual para sus frustraciones.
Les recuerdan su condición de hijos genuinos de la nación, su derecho a la individualidad y la superioridad de pertenecer a una raza especial que abraza una fe singular.
Los mantienen convencidos de que, aún dentro de sus actuales dificultades y limitaciones, forman parte de la clase media que define a la sociedad estadounidense.
Es también un segmento relegado por la «globalización», la exportación de capitales, la promoción del libre comercio y el desarrollo privilegiado del sector financiero de la economía.
Como norma, rechaza y desprecia a la «élites liberales» con sus títulos universitarios y sus horizontes culturales. No encuentra causa común con el resto de los segmentos de la población que comparte su condición de clase y que ha sufrido tanto o más la creciente desigualdad socio-económica.
Rechaza toda consideración especial hacia la mujer, los negros, los minusválidos y los inmigrantes. Estima que esas consideraciones especiales son parcialmente responsables de las desventajas que enfrenta hoy el estadounidense blanco en su propia tierra.
Las medidas de protección del medio ambiente son para este grupo no más que caprichos liberales que han dañado las potenciales económicas del país.
A ellos se dirigió Trump en el discurso. No pudo olvidar que su éxito al desafiar la estructura política del Partido Republicano y vencer al Partido Demócrata se debe en buena medida a la atención que este sector le prestó durante la larga contienda electoral.
Sabe que se trata de un grupo con una visión política estrecha, pero comprometido con el Partido Republicano y que asume con disciplina el deber ciudadano de ir a votar.
Percibe que comparten disgusto y desencanto generalizado hacia los integrantes de las estructuras federales del gobierno, tanto demócratas como republicanos, y considera que por ahora esa carta está a su favor.
Fueron integrantes de este «pueblo» los que asistieron en masa y aplaudieron con entusiasmo sus intervenciones y las aparentes atrocidades que dijo en los actos de campaña.
Debe suponerse que esa versión del electorado estuvo sólidamente representada en el público que asistió a la ceremonia de inauguración y que en el día de la investidura aún continúa viendo en Trump al líder que responde a sus intereses.
No puede descartarse en las próximas semanas y meses una demostración de su capacidad de movilizar en Washington u otras ciudades con masivas concentraciones de personas en apoyo a Trump, en contra del aborto y a favor del proteccionismo.
A pesar de ser el presidente un individuo cuya trayectoria personal y condición socio-económica forman parte del mundo que rechazan y desprecian los integrantes de ese «pueblo», hoy disfrutan un matrimonio conveniente y oportunista, característico de las extrañas alianzas del sistema político de los Estados Unidos.
¿A quién le habló Donald Trump?
Por Raúl Fernández