La Habana (PL) «No sabemos quiénes eran, pero felizmente todos eran malos», ironizó hace algún tiempo Murtaza Hussein, un conocido periodista de los medios estadounidenses, tras una matanza de 150 personas mediante drones de Estados Unidos en Somalia.
El sarcasmo reporteril fue una de las tantas reacciones ante ese tipo de manipulación por Washington de la antípoda entre el bien y el mal, en la que el bueno opera en cualquier país asiático o africano un avión a control remoto o integra un comando de operaciones especiales.
Para el Pentágono es fácil explicar después que las víctimas eran terroristas o militantes de una secta extremista, pero sin mostrar pruebas, un tanto difíciles de obtener desde las alturas o después de una acción-relámpago con misiles que no dejan huellas.
«Utilizando este patrón de afirmaciones, una gran cantidad de gentes que no tienen absolutamente ni idea de quién resultó muerto quedan convencidas de que se lo merecían», comenta el también periodista y estudioso estadounidense Rick Rozoff.
Para el conocido especialista, las palabras «terrorista» y «militante» describen a «alguien que muere cuando mi gobierno tira bombas, o cualquiera que mi gobierno me dice que es un terrorista».
Pero como la actividad militar estadounidense a larga distancia se amplía cada vez más entre países de Asia y África susceptibles de su interés ya hay quienes estiman las dimensiones de un hipotético teatro de operaciones, si Washington decidiera un ataque a fondo.
«Agregando los cuatro frentes -si EE.UU. se lanzara a un ataque contra Yemen y Somalia- tendría que invadir un territorio igual a tres cuartos de Europa Occidental; y es difícil que tenga fuerza suficiente para eso», opina el analista político ruso Andrei Fedyashin.
Los citados investigadores coinciden, en suma, en que Washington pretexta el envío de tropas y los ataques de drones en aquellos Estados donde presume que amenazan a sus soldados en esas regiones, sin importar el saldo humano de sus poblaciones.
SALDOS DE UN MANDATO PRESIDENCIAL
El saliente presidente de Estados Unidos, Barack Obama, Premio Nobel de la Paz en 2009, dejó el cargo con un acumulado durante su mandato de tres mil presuntos combatientes, entre ellos 117 civiles, ultimados por drones y ataques-comandos en distintos países de un mundo ahora expectante sobre cuál será la política al respecto de su sustituto, Donald Trump.
Los fallecidos en los ocho años de liderazgo del gobernante demócrata pertenecen (o no) a milicias opositoras de diferentes credos en países como Pakistán, Yemen, Somalia, Libia, Siria Iraq y Afganistán, según el director de Inteligencia Nacional de Estados Unidos, James Clapper.
Organizaciones de derechos humanos estiman, sin embargo, que son muchas más las víctimas mortales a causa de los 526 «ataques antiterroristas» ejecutados entre enero de 2009 y diciembre de 2016, incluidos los de aviones sin tripular.
Dichas instituciones cuestionan el encubrimiento de bajas civiles que signa los reportes ofrecidos por el gobierno, a veces a regañadientes ante las exigencias públicas respecto a una mayor información sobre dichas operaciones letales.
¿SON EXACTAS LAS CIFRAS DE MUERTOS?
Expertos de esos grupos de derechos humanos opinan que las discrepancias sobre la fiabilidad de las cifras de víctimas de esos ataques podrían salvarse si Washington revelara una lista exacta con los nombres de todos los civiles fallecidos, con fechas, lugares y otros detalles.
Ese y otros documentos carecen también de precisiones sobre los sitios de ataques, aunque es harto conocido que el Departamento de Defensa y la CIA persiguen objetivos en Pakistán, Yemen, Somalia, Libia, Iraq, Siria y Afganistán.
El pretexto estadounidense para explicar ese déficit se basa, entre otras razones, en la falta de acceso de sus funcionarios a «datos delicados de inteligencia» para facilitar la identificación de los fallecidos, cuya cantidad real se pierde en el ambiguo término oficial de «daños colaterales».
Las operaciones encubiertas de los militares estadounidenses se realizan mediante sus fuerzas especiales y las citadas naves operadas a control remoto o drones, estos últimos mediante ataques para muchos aún más letales y ciegos en la identificación de un supuesto enemigo.
Los bombardeos de esos artefactos, que matan sobre todo a africanos, árabes y otros asiáticos, constituyen para Washington un nuevo tipo de ejecución sumaria de enemigos, pero para el resto del mundo son solo una simple maquinaria para matar a distancia.
Alrededor de 22 millones de dólares cuestan algunos de esos drones (en español zánganos) o Vehículos Aéreos No Tripulados (UAV), ubicados distantes de los países de interés, aunque manejados con una efectividad de tiro del ciento por ciento, la misma que le atribuye Washington a la robótica estadounidense.