La Habana, (PL) En sus primeros 100 días en la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump se convirtió en el menos creíble jefe de la Casa Blanca en la historia moderna de ese país, según la encuestadora Gallup.
Un sondeo realizado entre el 5 y el 9 de abril confirma que ante los reiterados fracasos en el cumplimiento de lo prometido durante la campaña electoral, la ciudadanía pierde en forma acelerada la confianza en el estadista.
Si en febrero último 62 de cada 100 estadounidenses creía que el empresario elegido presidente cumpliría sus promesas, a principios de abril solo el 45 por ciento pensaba de esa manera, según la investigación de una de la reconocidas encuestadora.
Gallup subraya que este decrecimiento se observa en todos los grupos demográficos incluidas mujeres, hombres, personas que llegaron a la vida adulta en el cambio de siglo (millenials) y los nacidos entre 1946 y 1965, período posterior a la Segunda Guerra Mundial en que algunos países anglosajones experimentaron una alta tasa de
natalidad (baby boomers).
Esta metamorfosis negativa para Trump se registra tanto entre los correligionarios republicanos (de 92 puntos sobre 100 disminuyeron a 81) como entre los demócratas (de 59 sobre 100 decrecieron al 43 por ciento), concluye el sondeo.
Sin embargo, en aras de sopesar en su justa medida las complejidades de la centena transcurrida, Prensa Latina entrevistó a los doctores Jorge Hernández, presidente de la Cátedra «Nuestra América y Estados Unidos» de la Universidad de La Habana, y al profesor titular del Centro de Estudios Hemisféricos Sobre Estados Unidos (Cehseu) de ese centro de enseñanza superior, Luis René Fernández.
También profesor e investigador titular del Cehseu, Hernández consideró clave para comprender el proceso político norteamericano cómo el incumplimiento de la mayoría de las promesas de campaña influye sobre la actitud de la Casa Blanca en la política interna, y en lo externo respecto a Rusia y los conflictos internacionales.
J.H.: Estados Unidos, como tendencia, existe una distancia entre las promesas que hacen los candidatos a la presidencia, como parte de una retórica discursiva concebida con una intención proselitista, dirigida a captar simpatizantes, a movilizar el voto, a ampliar su base electoral, a obtener la victoria.
También es usual que durante los primeros cien días en la Casa Blanca, el presidente despliegue una línea de acción que casi nunca es totalmente coherente con tales declaraciones, y en un caso como el de Trump -cuya estridencia, grandilocuencia y dinamismo verbal eran tan grandes-,era bastante previsible que incumpliera buena parte de las mismas.
Quizás lo más importante al analizar esa situación tenga que ver con un par de factores. Por un lado, el carácter desmesurado de varias de sus promesas, como la referida a la construcción del muro en la frontera sur estadounidense, haciendo recaer su costo en el gobierno mexicano; la deportación masiva de inmigrantes, el abandono de las prácticas económicas internacionales basadas en el libre comercio, las condenas a China, entre otras.
En buena medida, reflejaban sobredimensionamiento, improvisación, apresuramiento, poco conocimiento de las complejidades de la política real, habida cuenta de que los giros bruscos encuentran tropiezos si no se crea previamente un nivel de consenso entre los actores determinantes dentro y fuera de la nación.
Por otro lado, están los límites que establece el propio sistema, dentro del cual se mueve un jefe de Estado.
Hasta cierto punto, el papel de este factor podría expresarse de otro modo, afirmando que Trump sólo es el presidente de los Estados Unidos, a fin de significar que la viabilidad de sus promesas debe examinarse a partir de lo que le convenga al sistema, de lo que éste le permita.
La historia demuestra que cuando la retórica presidencial o determinadas pretensiones amparadas por ella no son funcionales al sistema -recuérdese a Lincoln, a Kennedy, a Nixon-, su desempeño puede verse obstaculizado, con el magnicidio o el llamado impeachment.
Sobre la base de este particular deben valorarse las posturas de Trump en los primeros tres meses de gobierno.
De acuerdo con lo visto, con respecto al muro, a las deportaciones, el libre comercio y a China, si bien ha dado algunos pasos, en esencia ha relativizado el alcance de los mismos cuando se les compara con lo intenso de sus formulaciones iniciales.
Con respecto a Rusia, Trump no ha podido sino ajustar la proyección de Estados Unidos en consonancia con el lugar y papel que ocupa ese país, desde el punto de vista objetivo, real, para la estrategia global norteamericana.
Es decir, más allá de las expresiones difundidas durante la campaña presidencial, Rusia es un actor preocupante, incluso un rival a tener en cuenta, para la consecución de los objetivos mundiales de Estados Unidos.
La relación con Rusia, además de responder a imperativos propios, se concibe a partir de lo que significa para las prioridades y los intereses norteamericanos respecto a China.
Pareciera que Trump procura relacionarse con Rusia buscando debilitar el nexo de este país con China, evaluando el asunto dentro de un tablero geopolítico, global.
En estos temas, como en los mencionados con anterioridad, Trump se esfuerza por brindar una imagen de cierta coherencia con su discurso de campaña, pero ello se ve limitado, desde luego, por visibles contradicciones, al verse obligado a adoptar posiciones de mayor realismo político y a moderar sus excesos verbales iniciales.
Tenemos conciencia de que lo que señalamos apenas responde a las complejidades contenidas en la interrogante, pero la idea es que hay que colocar el análisis en una perspectiva que no pierda de vista el entramado del sistema político, económico, ideológico, institucional, de un país que es el líder del imperialismo mundial y cuyos movimientos están delimitados por una lógica que trasciende al presidente como individuo.
Por consiguiente, la valoración de este asunto debe reflejar toda esa diversidad de matices.
PL: ¿Qué fuerzas dentro y fuera de Estados Unidos obstaculizaron los planes iniciales de Trump?
Es difícil precisar una respuesta. Esta cuestión se ubica en el mismo contexto que acaba de valorarse.
La sociedad norteamericana se caracteriza por la interacción de fuerzas políticas, entidades financieras, grupos de poder, estructuras formales e informales. Es como un gran rompecabezas, y al intentar armarlo, provoca frecuentemente la sensación de que faltan piezas, y no se consigue visualizar la imagen del conjunto.
En las ciencias políticas, se afirma que Estados Unidos no constituye «un actor racional unificado», con lo cual se trata de subrayar las contradicciones, los conflictos de intereses, no siempre visibles, ya que a menudo están sumergidos, no afloran a la superficie.
Por ejemplo, es común la idea de que en ese país una voz importante es la del llamado complejo militar-industrial, pero, ¿quiénes lo integran?
No se trata de encontrar a tales o cuales individuos, sino de las instituciones, intereses, conexiones, redes, que conforman un tejido real, que incide en la toma de decisiones.
En similar sentido se habla de la oligarquía financiera, corazón de la burguesía monopólica estadounidense, de la clase política, de la élite de poder.
Son articulaciones fundamentales en la estructura del sistema imperialista, pero ello dice muchísimo, y a la vez, muy poco, acerca de los actores concretos que deciden, implementan y llevan a cabo los planes y las acciones de un presidente.
Sobre esa base, puede decirse que Trump debe comprenderse como un fenómeno que responde al marco de crisis en que vive Estados Unidos. A partir de ahí se explica la emergencia de su figura y su éxito electoral, como un exponente alejado de los políticos tradicionales y del modo convencional de hacer política, todo lo cual era bien rechazado en el proceso eleccionario de 2016.
En ese entorno, de hartazgo de la sociedad norteamericana, gana espacios y se consolida Trump a través de la campaña, y logra afianzarse, en medio de cuestionamientos y apoyos, durante sus primeros 100 días en la Sala Oval.
Resulta esto importante para entender que, por una parte, Trump se beneficia del respaldo de esos sectores de trabajadores y capas medias que fueron afectados por las políticas de Obama, del resentimiento y enojo que fueron acumulando ante las prácticas del Partido Demócrata y de los políticos tradicionales. A ellos el actual mandatario los denominó con estilo populista como «los olvidados», y les prometió que nunca más serían objeto del olvido.
Pero por otra, no puede perderse de vista que en tanto figura de Wall Street, Trump expresaba los intereses de determinados grupos poderosos, del mundo de las altas finanzas.
De modo que a nivel interno, Trump recibe el apoyo de una base clasista heterogénea, y desde el punto de vista político-partidista, no menos diversificada.
Recuérdese que si bien Trump se mueve en términos electorales dentro del Partido Republicano, su origen era otro, procedía de una corriente populista, denominada libertaria, era calificado como un outsider, un político «de fuera» de los partidos tradicionales.
Desde el punto de vista ideológico, su apelación a una agenda de misoginia, racismo, intolerancia étnica y religiosa, recibió y recibe el apoyo, la simpatía, de grupos conservadores y de extrema derecha, muy característicos del ciudadano norteamericano: blanco, anglosajón, protestante.
Y aunque al inicio tuvo fricciones con los estamentos militares y la comunidad de inteligencia, al hallarse en la presidencia comenzó de cierta manera a cortejarles, favoreciendo por ejemplo el incremento del presupuesto de defensa y las acciones bélicas.
A nivel internacional, Trump ha intentado redefinir los nexos de Estados Unidos con Europa, que se hallan en un proceso complicado de relaciones que no son lineales; son los aliados capitalistas e imperialistas principales, pero es una relación de alianza conflictual.
En este sentido, se hace difícil caracterizar la composición de esas alianzas, ya que Trump trata al mismo tiempo de pasar ciertas cuentas a los socios europeos, y de redefinir las relaciones de concertación y negociación.
Históricamente, los aliados imperialistas han coordinado sus acciones en función de sus intereses nacionales e internacionales, ya que el imperialismo contemporáneo constituye un sistema global.
En estos empeños, hay intereses de sobrevivencia, de protección de intereses, tanto de Estados Unidos como de sus aliados, e intereses con respecto a conflictos, como los del Medio Oriente, dada la relevancia de los energéticos, de los hidrocarburos.
En el mundo occidental radican los principales puntos de apoyo de los gobiernos estadounidenses, conservadores o liberales, republicanos o demócratas, antes y después de Trump.
Inglaterra, Alemania, por ejemplo, y en otras latitudes Israel y Sudáfrica son piezas funcionales a la política exterior norteamericana, como lo son en América Latina las fuerzas de derecha en el continente, que desempeñan un rol en el ejercicio de las acciones encaminadas a la restructuración del sistema de dominación, a la restauración neoliberal y de otro corte que tiene lugar.
En resumen, no es posible una respuesta con exactitud matemática. En Trump confluye toda una gama de intereses y de fuerzas de diferente signo, y en algunos casos hasta contrapuestos.
Se ha dicho que Trump no era un hombre del sistema, que era anti-stablishment. Era cierto y no lo era: Cierto, en el sentido con que tradicionalmente se ha definido al sistema, al establishment. No lo era, desde el punto de vista de que reflejaba otro estilo, respondía a otros intereses, no a los tradicionales, pero era un hombre del sistema.
Debe quedar claro que si bien no se trataba de un político convencional, sino de un magnate inmobiliario, multimillonario, un maestro de la comunicación mediática, del reality show, no podía sino ser un magnífico representante del sistema capitalista, del imperialismo norteamericano.
El presidente Trump en la balanza 100 días después (I)
Por Jorge Petinaud Martínez