Por Francisco Tomás Gonzalez Cabañas
La partícula elemental, no es tal, no existe en cuanto a lo fijo, inanimado o concreto y específico. El punto que más se puede escindir, de la cosa en cuanto tal o en estado puro, arroja como resultante una cuerda que se modifica, que posee una dinámica diferente ante las diversas vibraciones a las que está expuesta y mediante la cual funciona. No sólo es un marco teórico para la astrofísica, probablemente sea una perspectiva mediante la que funcionen los aspectos más insondables que nos definen. El poder político, puede adecuarse, magistralmente a este cuadro, un vibrar que cambia de forma, sometido a la dinámica de lo impensado, por más que cuando transmuta o toma forma, se muestre como íntegro e inmodificable. La energía fundamental, el motor inmóvil, la razón que permite las vibraciones en las cuerdas, en su correlato político, son las manifestaciones inaprensibles de los ciudadanos que en la inercia cotidiana alimentan a su representación (la hacen vibrar, le dan vida o legitimidad) en un colectivo político, por más que renuncie, desconozca o aborrezca del mismo.
Todos los edificios de sólido concreto, cómo en el título del libro de M, Bermann “Todo los sólido se desvanece en el aire” se difumina, siquiera por la angurrencia capitalista, sino por algo pre existente, la propia condición del hombre, nuestras propias cuerdas íntimas, esas que crujen y suenan al son de una danza o de una música, sitios en donde expiran las altruistas pretensiones de toda las filosofías que se precien de tales, es decir de filosóficas.
Desde tiempos inmemoriales, en nuestra barbárica condición de arrojados a la existencia, buscamos, casi suplicantemente, arroparnos, cubrirnos, ceñirnos de todo lo que pueda tapar nuestra desnudez y la desazón que nos produce el estar de tal manera ante el mundo, en el descampado de semejante intemperie.
¿Cómo no comprender entonces al hermano desesperado para que la varita mágica del poderoso de turno, lo roce con su punta sagrada, le insemine el efluvio sacrosanto que lo distinga por sobre el resto, que lo tape ante la desnudez que sólo la ve en la medida que los otros lo sienten un igual, es por esta razón que el hombre de estado, que el funcionario, que el enconchabado, difícilmente, no pretenda nutrirse de cualquier tipo de elemento u objeto material que lo circunde para hacerse ver como distinto, como parapetado en el olimpo arquetípico de los semidioses griegos que entre tantas cosas habían vencido a la mortalidad?
Precisamente por la sana rebeldía de que aún no terminamos de transformarnos en los instrumentos de nosotros mismos (inteligencia artificial) es que a través de estas columnas presentamos batalla, una lid infatigable, para que el maremágnum de las oleadas de gacetillas pre digeridas, de documentos consensuados en los escritorios tan pacatos como cuadrados de las escuálidas pretensiones académicas, no terminen por derruir los pocos, ociosos y caracterizados actos de pensar, de liberarnos de las ataduras en las que nos hemos liado, para supuestamente ser más felices, pero que nos terminaron de matar, dado que suprimimos el deseo de ser humanos.
Por miedo a vivir, estamos dejando de hacerlo. Ni lo colectivo o su representación natural, las manifestaciones políticas, llegan a representar alguna que otra cosa más que no sea la mera, huera y vil acumulación. Cómo si toda actividad colegida y en abstracto, acabe, culmine, derrape siempre en el mismo lugar. El político que roba, siquiera se le cruza no hacerlo, porque prefiere la seguridad o de la injusticia (o de la pretensión de su poder extendido) o en su defecto de la cárcel, el barrote que lo trasunte, que lo lleve a la condena social, desde donde siempre encontrara una respuesta, una versión que la de y que lo de vuelta, un relato que lo conduzca de victima a victimario, como otrora, cuando lo fue antes de llegar a la prisión pensando que nunca llegaría a tal lugar.
Quizá la mayor novedad que nos haga escuchar el son de las cuerdas políticas de esta vibración, es el ritmo que propone un paradigma distinto al de los estados –nación, surgidos desde Westfalia. La democracia como institucionalidad que finiquitó los vestigios feudales (lo de ser todos iguales ante la ley, más que una declaración a las dinastías era una posición ante el feudalismo) y que supo llevarse puesta, sobre todo en las Américas, a las experiencias absolutistas y totalitarias, se ve seriamente amenazada, por la propia impericia e incapacidad de los que la representan, de las que subrogan y actúan en nombre de ella.
Las cuerdas de lo democrático, en todas y cada una de las aldeas de lo democrático, deber ser vibradas, por quienes tengan mayor conocimiento y capacidad en la temática. Puede que suene casi una declamatoria Platónica, con aquello del estado gobernado por el rey-filósofo, pero no proponemos otra cosa que no sea, la verdadera igual ante la ley, es decir entre los poderes instituidos del estado. Para ello, la cuerda, debe transformarse en soga, y escindir la fábula de Montesquieu de creer en un sistema de contrapesos, dotando al judicial de sus prácticas y usos monárquicos (los tratos, vestimentas y prerrogativas de las familias “judiciales” o de linaje republicano) y entronizarlo como un poder independiente.
Más y mejor democracia, significará una mayor calidad en las prácticas de la misma. La justicia como sistema, su integración, conformación y finalidad, deben ser estricta y necesariamente replanteadas, no desde un punto de vista jurídico-legalista (la conformación del linaje republicano de los funcionarios judiciales, incluye a la corporación de abogados que son los únicos que colegiados, tienen la exclusividad de todo un poder, para integrarlo, conformarlo y ser parte, para sí y solo para sí) sino desde un punto de vista, necesaria e imperiosamente político-democrático.
La justicia, no sólo que falla, sino que tal como la ley (que tiene como principio, como partícula elemental, como primera cuerda, la violencia, la imposición por la fuerza) sentencia, acomete un veredicto, que en una última instancia, es inapelable e inmodificable.
La justicia es el deseo que nunca debe concretarse. La justicia siempre debe ser anhelo. Cuando la justicia pretende fallar, lo hace parcial como veladamente. Cuando la justicia pretende ser inapelable y contundente es injusta, en nombre de una independencia que nunca ha tenido, ha ejercido, queriendo y pretendiendo que se vea como algo que finalmente jamás será.
La cuerda que se transforma en soga, es cuando la justicia pretende, por imposibilidad o incapacidad de la política, hacer esto mismo, o fallar políticamente, encarcelarla, pedir su captura, obturarla en su substanciación democrática para que sea libre, consensuada, para que converja en el disenso, para que suene en el vibrar como la música, la danza, y sean posibles, o plausibles la filosofía y el gobierno, el maridaje o la síntesis entre ambas para validar lo más interesante y resuelto de la experiencia del hombre por estas tierras de esperpento.