Considero que mi niñez la viví de la mejor manera, y hoy que me encuentro en el otoño de mi vida, quiero compartir contigo parte de mi historia.
Mi madre era una mujer extraordinaria y pese a las carencias que se vivan en la época ella se las ingeniaba para darnos a mis hermanos y a mí el mejor regalo en la vida que un chiquillo puede recibir: la alegría.
Por lo regular el fin de semana mamá solía llevarnos a la terminal de ferrocarriles Buenavista, para mí era maravilloso que nos comprara boletos de anden y fuéramos sentados durante nuestro viaje, abordábamos el tren que iba hacía Veracruz y nos bajábamos en la primera estación que era la de la Villa de Guadalupe, estando allí aprovechábamos el tiempo para subir el cerro y visitar la Basílica, después de nuestro gran recorrido regresábamos a casa agotados y caminando.
De la Villa salían los tranvías que iban a Xochimilco, y con tres planillas por veinticinco centavos íbamos a pasear a un lago que contenía agua de manantial y que surtía del preciado líquido a algunas zonas de la ciudad de México. De regreso pasábamos al río Consulado, que estaba bordeado de árboles, en uno de sus tramos pasaba la vía del tren que también era ocupada por los paseantes como puente; a este lugar acudían los eternos enamorados a <echar novio> y para que nada se interpusiera en su encuentro, las muchachas solían llevar a “jugar” al borde del río a los hermanos más pequeños comprando su silencio con algún premio.
Mi papá era aficionado al teatro de revista, y me llevaba a ver las zarzuelas de Pepita Embil y Placido Domingo, disfrutábamos la presencia de Agustín Lara, Pedro Infante, Pedro Vargas, Jesús Martínez “Palillo” y de Germán Valdés “Tin-Tan”.
Cada sábado mis abuelos paternos organizaban una tertulia con sus amigos, tocaban melodías antiguas con instrumentos de cuerda; a los niños de la casa no se nos permitía el acceso ya que esta actividad estaba reservada únicamente para los mayores. Entre estos personajes destacaban doña “Tules” una señora muy guapa y el señor Moreno, tío de Cantinflas, cuando terminaba este evento los dos salían agarrados del brazo ya que el efecto de algunas copitas de más se veía reflejado en el vaivén de sus cuerpos cuando se iban caminando desde la avenida Ferrocarril Hidalgo hasta la gran calzada de Guadalupe para tomar el tranvía que los llevaría a su domicilio en Portales.
Al llegar la semana Santa, me gustaba ir a la Iglesia y ver cómo las mujeres de edad avanzada le cambiaban la ropa a la Virgen de los Dolores, con mucho respeto la rodeaban, le cantaban, le rezaban y la revestían de un nuevo atuendo. El día de la visita de las siete casas mi mamá, nos llevaba a la misma iglesia y como niños nos daba pena que nos vieran entrar y salir las sietes veces por la misma puerta.
El sábado de gloria después de la misa, en las pulquerías se tronaban los famosos judas, que estaban llenos de muchos regalos como zapatos, ropa, dulces, jabones y un sinfín de cosas que a grandes y pequeños hacían felices.
Cerca de la casa se encontraba la Plaza de toros “la Morena” y el domingo los encargados del lugar abrían esta plaza al público en general cuando se iba a torear el último toro de la tarde, a este evento solían llamarle “toro volado o embolado” nunca supe si esta expresión se refería a que los toreros se echaban un volado para ver quién iba a torear o a la aglomeración de personas que se congregaban para ser testigos de la última faena.
Un día en la escuela, faltó la maestra y aprovechamos para ponernos a bailar y a cantar en el salón de clases que quedaba justo arriba de la Dirección, de tanto alboroto el yeso del techo se desprendió cayéndole al Director, este se enojó y subió a nuestro salón cuando lo vimos llegar a la puerta nos escondimos, el gritó que saliéramos de nuestra guarida y ante este hecho no nos quedó más que salir y cuál fue nuestra sorpresa que al verlo estaba polvoriento yo no pude contener la risa, me expulsaron por tres días y excuso decir la reacción que tubo mi papá.
En vacaciones escolares mi padre por trabajo solía llevarnos a Veracruz, eran traslados peculiares puesto que viajábamos el viernes por la noche, en cada estación en la que paraba el ferrocarril nos despertaba para tomar café, llegábamos al puerto por la mañana del sábado, nos dejaba encargados en casa de una tía y esa misma noche abordábamos el tren que nos traería de regreso a nuestro hogar y a pesar de viajar tantas horas y hasta allá nunca fuimos al mar.
Que hermosas anécdotas Nora, te felicito