No es posible, por tanto, recoger cosecha tan copiosa como la que ofrece el estudio de las ciudades al cultivador diligente. Podemos, todo lo más, apuntar ideas, desbrozar caminos, plantear cuestiones, aportar datos, etc., que fatalmente tendrán mucho de fragmentario y a veces de inconexo.
Por Pedro Sánchez
Primer recorrido: su historia
En el transcurso de los años ochenta del siglo XIX inició el proceso de higienización que tenía como objetivo trasladar los lugares (basureros, cementerios, obras de drenaje), los inmuebles (hospitales psiquiátricos, prisiones, mataderos), y las actividades (fabricación de jabón y lejía) que afectaban la imagen urbana, el medioambiente y la salud de la población a las orillas de la Ciudad de México.
Debido a ese proceso se planeó y proyectó el Rastro de la Ciudad de México en varias hectáreas del terreno (que en otro tiempo albergó a los potreros de la Hacienda de Aragón) del muy lejano rumbo de Inguarán, al oriente del Zócalo. El jueves 28 de mayo de 1885 el secretario de Gobernación, Manuel Romero Rubio, presidió el acto protocolario que sirvió de marco para la colocación de la primera piedra del inmueble (el domingo 21 de septiembre de 189o, debido a problemas técnicos, legales y disoluciones de las constructoras a cargo de la obra, se colocó una “segunda” primera piedra). La construcción del Rastro se prolongó por varios años, y aunque se inauguró el miércoles 1 de septiembre de 1897, una nueva serie de problemas(1) postergaron su adecuado funcionamiento hasta los primeros meses de 1904.
La construcción y apertura del Nuevo Rastro (como se le conocía en la época) tuvo diversas consecuencias: 1) volvió viejo al rastro que se ubicaba en la avenida San Antonio Abad, cerca del Zócalo; 2) obligó a la revisión de reglamentos, métodos y actividades referentes al traslado, matanza, conservación (en el nuevo inmueble debía realizarse en modernas cámaras de refrigeración), venta y eliminación (en horno de cremación, en caso de que los análisis químicos señalaran que no era apta para el consumo) de la carne de los animales; 3) generó empleos y oficios (directos e indirectos) que modificaron la vida cotidiana, y 4) transformó la traza, la movilidad, el paisaje, y el nombre de la colonia.
El Nuevo Rastro aún funcionaba (con problemas de drenaje y transporte) a principios de los años cincuenta del siglo XX, y de no haber sido por los siguientes acontecimientos sus puertas habrían continuado abiertas. El primero fue el crecimiento acelerado de la ciudad que en muy pocos años rodeó de nuevas colonias populares (Janitzio, Michoacana, 20 de Noviembre, Felipe Ángeles, La Malinche) a la antigua frontera urbana, obligando a las autoridades locales a buscar y trazar una nueva delimitación.
El segundo fue el nombramiento de Ernesto Peralta Uruchurtu como regente del Departamento del Distrito Federal en 1952. El regente inició su gestión (que se prolongó por catorce años) con la implementación de políticas urbanas enfocadas al embellecimiento del primer cuadro, la regulación de los horarios de los centros nocturnos, la ampliación de las avenidas Paseo de la Reforma e Insurgentes (aunque paradójicamente se opuso a que se construyera el Metro), y la construcción de más de 150 mercados(2) en los que se reubicó y ordenó al comercio y a los vendedores ambulantes.
El tercer acontecimiento, deriva del último punto del párrafo anterior, se registró el martes 6 de septiembre de 1955, cuando se inaugura el Nuevo Rastro y Frigorífico de la Ciudad de México. Con su apertura la avenida de las Granjas quedó establecida como la nueva frontera a la que debían trasladarse los comercios y las actividades nocivas para la salud pública, el medioambiente y la urbanización.
El Nuevo Rastro de Ferrería volvió obsoleto al Viejo Rastro de Inguarán. Tras su cierre muchísimos patrones, empleados y personas que dependían de la compra y venta de la carne, las vísceras y sus derivados se desplazaron al lejanísimo Atzcapotzalco, mientras que algunos decidieron permanecer ahí. Los patrones y trabajadores que se quedaron consolidaron la vocación comercial de la zona, y fueron testigos de la demolición del Viejo Rastro (que le heredó su nombre al lugar ) y de la construcción del Hospital Materno Infantil Inguarán, la Escuela Primaria Batallón de San Blas, la Escuela Secundaria Diurna nº 64 maestro José Calvo Saucedo, el Parque Popular, y los mercados de calzado La Central y el Unidad 25 Rastro (al que muchos se mudaron).
Las nuevas edificaciones borraron el recuerdo del Viejo Rastro, sin embargo hay varias imágenes en el acervo digitan del Sistema Nacional de Fototecas del INAH, y en el minuto 29 con 57 segundos de la inolvidable película La ilusión viaja en tranvía (CLASA Films Mundiales, 1954, estelarizada por Lilia Prado, Carlos Navarro y Fernando Soto “Mantequilla”), de Luis Buñuel, aparece el antiguo edificio.
Segundo recorrido: su calle principal
Me encuentro en la esquina de Canal del Norte y Congreso de la Unión (de la delegación Venustiano Carranza). A mi izquierda está la zona de boneterías con sus interminables puestos ambulantes y sus accesorias repletas de calzones (en todas las tallas y gustos), calcetines, playeras, faldas, suéteres… y su aroma a cartón, humedad, plástico y tela nueva, y a mi derecha se despliega el caos del Rastro y su pesado olor a carne fresca, frita y en proceso de descomposición.
Camino por Congreso de la Unión (que antes tenía el bonito nombre de Inguarán, que en el idioma tarasco significa: el lugar de los que volvieron, o de los llegados) y observo el Mercado de Carnes y Vísceras Minillas que fue construido en el año 2005 para ordenar el caos y el ambulantaje, ¡y no lo ha logrado!
Me detengo en la esquina de Congreso de la Unión y la calle Aluminio. Intento imaginar el lugar en el que se debió colocar hace 133 años la primera piedra del Rastro de la Ciudad de México, y me resulta imposible. Algunos de mis vecinos me han contado que: “antes por ahí no había nada. Puros llanos, riachuelos y una que otra casita de madera. Y quedaba rete lejos. Ni el camión pasaba por esos rumbos. Lo más cerca que llegaba era por el puentecito de madera que había en la calle de Mellado, allá por la colonia Valle Gómez”.
Cuando el Rastro abrió sus puertas todo cambió: “…entonces empezó a llegar harta gente a poner sus negocitos, a chambear y a vivir por ahí”. Mis vecinos (que eran unos niños en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado) señalan que el Rastro: “era un edificio feo, oscuro, y grandote” que contaba “con rejas puntiagudas, un portal con pilares y un letrero”. Pese a que no recuerdan nada del interior señalan que sus alrededores: “apestaba mucho a sangre y agua podrida”. Una señora que vive desde hace setenta años en la colonia Tres Estrellas refiere que en ocasiones sus juegos infantiles eran suspendidos por: “el triste andar de los animales que a puros pinches palazos en el lomo eran trasladados al Rastro desde las estaciones del tren de la Villa, Boleo y Buenavista”.
Actualmente no existe ningún vestigio de ese pasado inmediato: ni de las casitas de madera, ni de los ríos, ni de la construcción, ni del andar de los animales, ni del cine Janitizo (que era célebre por sus pisos pegajosos, cucarachas y ratas), ni de la tienda de la Conasupo, sólo el aroma permanece.
En diversas páginas de Internet he observado algunas fotos del Viejo Rastro; pero me cuesta trabajo sobreponer su monumental arquitectura a lo que observo en este momento: la amplia avenida con sus microbuses suicidas que se dirigen a la San Felipe de Jesús, el Puente Negro, la Rústica Xalostoc, la Jumex y San Agustín; los pilares (que desde hace un tiempo se encuentran adornados con murales de mexicanos famosos, ¡el que más me gusta es el de Carlos Monsiváis!) que sostienen el peso de las vías, los trenes y los pasajeros de la Línea 4, del STC Metro; las persianas, el letrero luminoso y las fotocopias de los menús de la cantina La Mascota; los cristales grasosos y el foco fundido de la vitrina de la taquería La Única; los senderos, las bancas, los árboles y el escaso césped del parque; el andar pausado de las mujeres que se dirigen al hospital; las risas de los niños y las bromas de los adolescentes que corren para entrar a las escuelas o regresar a sus hogares, y las señoras que van por el mandado…
La calle principal del Rastro es Aluminio, y para recorrerla se necesita una nariz fuerte, un par de zapatos que no se derrapen y no padecer hemofobia. La calle Aluminio le brinda al cliente-peatón-curioso una perspectiva comercial muy interesante. En la acera del parque, y en algunas partes del arroyo vehicular y las áreas verdes, se instalan cientos de puestos ambulantes (tubulares y metálicos) que bajo sus lonas de colores exhiben abarrotes, alimentos preparados, artículos de aseso personal, medicinas, ropa, bebidas, frutas, verduras, trastes, y hay dos puestos que ofertan cortes de cabello y aplicación de tintes y uñas postizas. Los comerciantes que carecen de un puesto y una lona acomodan sus mercancías (ropa de segunda o tercera mano, libros, revistas, herramientas, juguetes, celulares, cigarros de dudosa procedencia, chácharas y polvo para matar cucarachas) sobre una tela y con un paraguas las protegen del sol.
Frente a los puestos ambulantes se encuentran las carnicerías, las cremerías, varios obradores y otros comercios. Varios propietarios señalan que sus abuelos y padres fueron de los primeros comerciantes de la zona, y más de uno han construido su hogar sobre su negocio.
La mayoría de las carnicerías son amplias, y pese a ello sus propietarios usan la mitad, o más, de la acera como una extensión de su negocio, y por ello los clientes y transeúntes deben caminar entre troncos (en los que los experimentados tablajeros sacan los
cortes), perchas (en las que penden “las canales” de carne de res), refrigeradores, picadoras, sierras, básculas, botes y mesas de acero cubiertas con hielo en las que exhiben carne (cruda y procesada), cabezas y vísceras de borregos, cerdos, carneros, pollos, guajolotes, reses.
Las cremerías hacen lo propio y sacan sus refrigeradores, rebanadoras, cajas con hielo, botes de plástico rebosantes de maíz pozolero, plataformas de madera en donde colocan los costales de azúcar, arroz, frijol, lentejas y alimento para mascotas, y cuelgan de los tubos de las marquesinas las bolsas de tostadas, botanas y longaniza.
Los obradores también ocupan la acera y el arroyo vial para instalar sus troncos, botes y mesas de acero inoxidable. Sobre las mesas es posible apreciar las siniestras herramientas (cuchillos, aplanadores, seguetas, sopletes, chairas) que emplean los tablajeros para separar la carne, limpiar las vísceras y preparar manteca, moronga, chicharrón prensado, longaniza, y carne para hamburguesas.
Los locales de las carnicerías, las cremerías y uno que otro obrador están adornados con pequeñas cartulinas de colores que muestran a los clientes los precios de los productos, y los fines de semana diversos animadores programan los éxitos del momento y con un micrófono promocionan las ofertas del día.
Una superficie considerable del suelo de la calle Aluminio está cubierta por una capa de lodo que provoca resbalones, y en algunos tramos de su cuneta se aprecian charcos de un líquido espeso (una mezcla de agua, aceite, sangre, espuma de detergente, orines…) en el que flotan pellejos, tripas, huesos y trozos de carne que son devorados por perros, roedores y zanates.
Frente a la escuela Batallón de San Blas varios hombres emplean tenazas de metal para descargar barras de hielo del interior de la caja frigorífica de un viejo camión. Las barras son alineadas por unos minutos (que el sol aprovecha para derretirlas) en el arroyo vehicular, y después son apiladas en los diablos y trasladadas a los obradores y al Mercado Minillas.
Tercer recorrido: su mercado
Al final de la calle Aluminio se halla el Mercado Unidad 25 Rastro. El Rastro (como le dicen sus comerciantes y clientes) abrió sus puertas el sábado 20 de julio de 1963, y los locatarios con más años cuentan que el presidente Adolfo López Mateos se dio su vuelta el día de la inauguración.
El mercado se construyó en el terreno en donde se asentaban las corraletas del Viejo Rastro, y presenta la misma arquitectura (un rectángulo dividido en tres partes cuyos pasillos forman una “parrilla”) que la mayoría de los mercados que abrieron sus puertas en las década de 1950 y 1960.
En los pasillos del Rastro se puede adquirir carne de res, cerdo, pescado y aves; frutas, verduras y semillas; contratar servicios de albañilería y plomería; rentar una computadora, cortarse el cabello, hacerse una limpia contra el mal de ojo, y adquirir ropa, artículos para la limpieza del hogar y útiles escolares.
El Rastro como zona comercial cumplirá 121 años el próximo 1 de septiembre. Durante todos estos años ha tenido conflictos con las autoridades y los vecinos, y periodos de buenas ventas que propiciaron la apertura de locales en la avenida Canal del Norte y en las calles Minillas, Fresnillo, Cienaguillas, Bonanza, Aviadero, Maravillas, Pabellón, Sorpresa (que también es conocida como “la calle del Mercado”), y Trompillo.
El mercado del Rastro cumplirá 55 años el próximo viernes, y como ya es costumbre habrá festejo, baile y regalos. Lo mejor, pues ya me he extendido demasiado, será venir al festejo a tomar algunas notas para hacer otra crónica.
1 Juan Carlos Montes Rodríguez realiza un espléndido recuento de ellos en “La apropiación del espacio público por parte de los comerciantes de cárnicos en las afueras del Mercado Unidad Rastro y su rechazo al Mercado de Carnes y Vísceras Minillas. Un enfoque antropológico”, tesis para obtener el grado de licenciado en Antropología Social, México, Escuela Nacional de Antropología e Historia/SEP, 2012, 125 pp.
2 Las crónicas de Salvador Novo son un espléndido testimonio de la reforma urbanística del también llamado Regente de Hierro, Don Gladiolo, el Mago. Al respecto véase La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz. Publicados por el INAH/CONACULTA(Memorias Mexicanas) en los años 1996, 1997 y 1998.