Por Richard Ruíz Julién
Addis Abeba, 5 ago (PL) Los hamer viven a orillas del río Omo, en el valle del Rift etíope, cerca de la frontera con Kenya, y celebran uno de los ritos más arcaicos del planeta: el Ukuli Bula o Salto del Toro.
Aunque los integrantes de esa tribu suman apenas 60 mil personas, poseen una extensión aproximada de cinco mil kilómetros cuadrados de territorio, entre los 500 y dos mil metros de altura.
Su principal medio de vida es el ganado, vacas, cabras y ovejas, que pastorean sin cesar; las mujeres se ocupan de los cultivos desde la adolescencia, principalmente sorgo, aunque también siembran maíz, judías y calabazas.
Son, además, responsables de traer agua, cocinar, atender la casa y cuidar a los niños, quienes comienzan a participar en el pastoreo a los ocho años de edad.
Los jóvenes de la tribu trabajan en el campo y defienden los rebaños, mientras los adultos pastorean, aran y atienden las peculiares colmenas que cuelgan de las ramas de las acacias.
La tierra es de todos y cualquiera puede cultivarla donde quiera. Cuando se torna yerma, la abandonan y se trasladan en busca de nuevos suelos fértiles para sembrar.
Pero uno de los momentos más importantes de la vida de un joven hamer es el Ukuli Bula, el rito de paso que ha de superar para convertirse en adulto, en un miembro de pleno derecho de la tribu, con voz y voto, lo que le capacita para poseer lotes de reses, casarse y tener hijos.
El momento y lugar del evento lo determinan los padres, generalmente tras haber acabado las labores de la cosecha; se fija una fecha y se prepara la ceremonia a conciencia.
Antes, el muchacho se acerca a todas las aldeas colindantes para dar cuenta del suceso e invitar a todos a participar en él. Los hombres seleccionan un buen número de vacas de tamaño parejo y las reúnen en un claro apartado.
Mientras, en otro lugar, se concentran las mujeres jóvenes del clan que no cesan de danzar con sus faldas de piel de vaca y sus camisetas del Barça, del Manchester, del Bayern…, es decir, con sus mejores galas, ya que normalmente exhiben los pechos al aire con toda naturalidad.
Llevan unos enormes cascabeles de metal atados debajo de la rodilla, de tal modo que suenan rítmicamente al mover las piernas en la danza. Ese ritmo les guía a una suerte de trance hipnótico.
Todas ellas forman parte de una familia, son las hermanas, primas, amigas o tal vez algunas vecinas del iniciante y no se paran en barras a la hora de mostrarle su apoyo.
La forma más común y extrema es hacerse azotar. De pronto, un toque exaltado de corneta rasga el silencio de la tarde. Enseguida resuena un trallazo seco y comienza a brotar una línea de sangre carmesí en la espalda de la joven que sopló el pequeño y rústico cornete de metal.
No hay más. Ni un grito, ni una queja, ni un aspaviento. Nadie se inmuta. La danza continúa avanzando en círculo con el ritmo de los cascabeles de metal que las bailarinas portan en las piernas, cuenta Yideneku Kassa, una agente de viajes que mensualmente lleva grupos de hasta 50 turistas para presenciar el acontecimiento.
Todas parecen estar en trance, con la mirada perdida. De pronto, otra se lleva su cornetín a la boca, resuena un nuevo latigazo, brota nueva sangre y la danza circular sigue con su rítmico cascabeleo. Son los sobrecogedores prolegómenos del ‘Salto del toroâ€Ö.
Los encargados de varearlas son los Maza, como se les denomina a quienes que ya han superado la prueba del salto con anterioridad.
El chasquido no es producido por un látigo, sino por una vara muy fina y cimbreante que atraviesa la piel y deja una marca sangrante sobre las viejas cicatrices de otros vareos: no sólo es una muestra de apoyo hacia el aspirante, sino también una forma de mostrar la adhesión al clan al que se pertenece.
Cuando llega el momento, todo el mundo se dirige en procesión al lugar donde esperan las vacas. Los miembros del clan se afanan en alinearlas una junto a otra, hasta 14 o más, sujetándolas del rabo y de los cuernos, detalló Alemayehu Tedesse, un residente de Addis Abeba que una vez pudo presenciar el ritual.
Los animales no se lo ponen fácil y no paran de moverse, haciendo muy difícil el salto. El saltador permanece apartado, completamente desnudo y debidamente rasurado de la cabeza a los pies.
Antes se ha rebozado con arena y se ha bañado en el río en un momento de purificación. Después le frotan con boñigas para aportarle fortaleza y le cruzan el pecho en aspa con dos cuerdas de fibra de corteza, una forma de protección espiritual. La tribu al completo permanece expectante. Las mujeres siguen danzando.
Cuando, finalmente, los animales están alineados, el aspirante toma carrera y salta sobre el lomo de la primera; después ha de seguir corriendo por el espinazo de las otras trece hasta tocar el suelo al otro lado.
Si todo ha ido bien, ha de hacer la misma carrera en sentido inverso, y así hasta cuatro veces. Cualquier fallo o caída prematura supone no pasar la prueba, con la consiguiente frustración de las chicas y abatimiento del aspirante.