Por Luis Manuel Arce Isaac
Ciudad de México, 28 oct (Prensa Latina) Es sorprendente el paralelismo entre lo que ocurre en Gaza y Acapulco, el primero destruido por la mano descontrolada de hombres y la segunda por la furia desbocada de la naturaleza.
Hay momentos que se entrecruzan en la televisión las imágenes de una y otra al extremo de que a veces cuesta trabajo reconocer de cuál de las dos se trata. Jamás se vio algo semejante.
No se trata de hacer una comparación imposible por tan difícil sentido, cuando en la primera la violencia bruta del odio, la roña, la ambición y la desmedida de acción, rompe todos los esquemas del sentimiento humano como un cristal fragmentado cuyas astillas como puñales hieren tan profundamente la sensibilidad hasta del más frío e indolente.
Gaza destruida por las bombas de la ignominia frente a una tolerancia desquiciante de las instituciones que deberían estar quemándose las manos, los ojos y el alma por detenerla.
Acapulco por la desidia irracional de industriales que no paran mientes ante los gritos de la tierra que dejen de contaminarla con productos que la asfixian y matan lentamente inexorablemente en medio de la angustia que provoca la alteración del clima y el cambio de los fenómenos.
Gaza y Acapulco parecen cosas sobrenaturales si no fuera por la dramática consecuencia en la primera de miles de muertos, niños, mujeres, ancianos, sepultados por los escombros, destrozados por la metralla, volatizados por las nuevas y cada vez más poderosas armas de exterminio en masa que ordenan unos y apoyan otros, como si fuesen seres de otra especie,
Y en la segunda, Acapulco, una destrucción por un ataque de la naturaleza no registrada ni en tiempos bíblicos, sin una explicación científica coherente de la evolución de un meteoro que pareció llegar de otra galaxia, con una ferocidad nunca pensada que traumatiza y saca lágrimas hasta de los ojos más secos.
Es necesario entender que Gaza y Acapulco no son fenómenos ajenos, extraños en sí y para sí mismos. Hay una conexión que, como el viento, no se ve pero se siente. Ambos son resultado y víctima a la vez, de que algo en nuestro mundo está pasando, y no es para bien.
Ni en las guerras mundiales se vio la crueldad, el odio, el rencor, las ganas de matar, la omnipresencia fascista, el interés malévolo de hacer daño a lo más profundo del ser pensante que es su alma, porque en ella todo lo que se anida es impresionantemente puro y no resultado del cálculo que atiborra al cerebro y lo separa del corazón.
Gaza es el extremo de la codicia y del odio criminal que escapa a la razón.
Tampoco ni en la historia de desastres, incluyendo Pompeya, o las 10 plagas de Egipto, o la peste apoderándose de Italia y sus horribles escenas de recogida de muertos en carretillas, apilarlos en las esquinas y prenderles fuego a los cadáveres como Hitler a los libros, se vivieron tan impactantes y terribles momentos.
La época grita, tiene voz alta, pregunta angustiosamente ¿qué está pasando? ¿por qué hay una Gaza y el mundo no reacciona como debía hacerlo.
Y las Naciones Unidas y otras instituciones mundiales, la iglesia, o su antítesis, se portan como viles campanas neumáticas en las que los badajos que agita el mundo con fuerza y desesperación no hacen bulla que despierte a los responsables de uno y otro desastre, y sigan durmiendo tranquilos.
Parece que Gaza y Acapulco nos avisan de que los planetas se están alineando para mal y es necesario impedir que nos destruyan.
Se han desatado los elementos en dos puntos extremos. Uno y otro en las antípodas, separados por miles de kilómetros, nos lo anuncian. Es la alerta más angustiosa que hemos recibido desde que tenemos conocimiento de la lucha que libramos por mantener el orden y la seguridad en la casa común.
Es tiempo de cambiar el tiempo: el político, el económico, el del orden social, y pensemos, como anticipó Silvio Rodríguez hace años, que La era está pariendo un corazón/ No puede más, se muere de dolor/ Y hay que acudir corriendo/ Pues se cae el porvenir/ En cualquier selva del mundo/ En cualquier calle.