Ciudad de Guatemala (Prensa Latina)Suele anteponerse democracia a dictadura, tiranía, autoritarismo. El mundo moderno (capitalista) ha hecho de aquella la supuesta panacea universal. Les «va bien» a quienes se apegan a la democracia. Los otros son la «oscuridad decadente».
Marcelo Colussi *, colaborador de Prensa Latina
Pero para hablar seriamente de «democracia»- uno de los términos más manoseados del vocabulario político- puede ser pertinente comenzar con una imagen gráfica que nos legara el humorista argentino Quino (Joaquín Lavado) con su inefable personaje Mafalda. En dos cuadros, con astuta ironía dice todo lo que intentaremos decir con este texto. En el primero de ellos aparece Mafalda con un diccionario buscando allí la definición del término «democracia»: «Del griego demos, pueblo, y cratos, autoridad. Gobierno en que el pueblo ejercer la soberanía.» En la segunda imagen, se carcajea. ¿Es la democracia el gobierno del pueblo?
En cualquier país llamado «libre», no «autocrático»- según la terminología en uso por el globalizado discurso de la derecha- la democracia aparece como el bien supremo. Las penurias de las poblaciones se deben- según esa estrecha, muy peligrosa concepción en términos ideológicos- a la «falta de democracia». Pareciera, de ese modo, que la tal democracia fuera una entelequia con poderes mágicos, santo remedio para los males de la humanidad. Anida allí una gran mentira.
No está de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUD- en el 2004 en países de Latinoamérica donde se destacaba que el 54.7 por ciento de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan («La solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo, sino en una sólida y profundamente enraizada democracia») (PNUD: 2004), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué la gente lo expresa así. Democracia formal sin soluciones económicas no sirve. Años después, en el 2022, la encuestadora CID-Gallup realizó una investigación similar en doce países de la región, encontrando resultados análogos: la media de conformidad con la democracia como solución a los problemas
cotidianos no supera el 50 por ciento. Debe entenderse en ese contexto que ahí «democracia» es sinónimo de acto electoral, y no más que eso. Por eso a las poblaciones, ese ritual repetido cada tanto tiempo no le soluciona sus problemas más acuciantes; de ahí estos resultados.
Desde el triunfo de las burguesías modernas sobre los regímenes feudales en Europa, o de la consolidación de las colonias americanas de Gran Bretaña como Estados Unidos de América con su empuje descomunal, la construcción del mundo moderno, de las «democracias industriales o democracias de libre mercado»- como suele llamárselas- sigue obedeciendo más que nada a una lógica donde unos pocos factores de poder (económico) son los que controlan; el gobierno de las mayorías, el verdadero y genuino poder de las mayorías, sigue siendo una asignatura pendiente, una quimera risible. Quien manda es el mercado. No hay dudas que fue un paso adelante en relación con el absolutismo monárquico; pero de ahí a gobierno del pueblo dista una gran distancia. La democracia que se construyó con la inauguración del mundo burgués moderno (donde Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña marcaron el rumbo) se asienta en la dominación de los grandes propietarios industriales, banqueros y terratenientes. El pueblo
gobierna sólo a través de sus representantes. ¿A quién representan los gobernantes? ¿Gobierna el pueblo? ÂíEn absoluto!
En la forma de ese Estado democrático parlamentario moderno se supone que los ciudadanos eligen a sus representantes por medio del voto, y cada cierto tiempo estos gobernantes son reemplazados por otros. La sociedad, entonces, se gobernaría a partir de la decisión de las grandes masas soberanas. Pero a decir verdad los verdaderos factores de poder nunca son elegidos por la población. ¿No es que los movimientos económicos los regula el mercado? Si es así, son muchas las preguntas que se abren y quedan sin respuesta: ¿quién y cómo decide los flujos de oferta y demanda, los porcentajes de desocupación que hay, la acumulación de riqueza y la multiplicación de la pobreza? Con esa rutina de ejercicio electoral periódico que serían las democracias, jamás los pueblos han elegido nada que efectivamente les concierna, ni su situación económica ni las guerras, ni las políticas que los gobiernan ni las pautas de lo que se debe consumir, ni las modas cambiantes ni la comunicación de la que son su
jetos pasivos. Como dijo Eduardo Galeano: «Si votar sirviera de algo, ya estaría prohibido».
Las decisiones que marcan el destino del mundo jamás se toman democráticamente. Eso rige para cualquier país capitalista. Luego de decididas por unos pocos, se hace creer que «el pueblo eligió». ÂíBurda manipulación! ¿Por qué en Argentina gana las elecciones un neonazi ultraliberal? Porque la manipulación mediática lleva a la gente a quedar obnubilada, y repite acríticamente lo que se le hace repetir. Como el bombardeo mediático buscó generar opinión anti-corrupción, eso, sumado al empobrecimiento generalizado, llevó a una amplia mayoría a votar por un cambio. La ilusión de estas democracias es que, con el voto, cambia algo. Los cambios son cosméticos. No hay que olvidar que los oponentes a La Libertad Avanza, la estructura peronista, representa intereses capitalistas tan explotadores como los que trae Milei. Según datos de la Central de Trabajadores de la Argentina -CTA- en los últimos ocho años (administraciones de Mauricio Macri y Alberto Fernández), del salario al capital fueron
transferidos 101 mil millones de dólares, 30 mil millones durante Macri y 71 mil millones durante Fernández. La democracia representativa solo sirve para cambiar caras: el poder duro, el poder real está en otra parte.
En Guatemala hace 40 años que se vota, pero el 70 por ciento de población en pobreza se mantiene inalterable, más allá de los presidentes de turno. Ahora hay una situación bastante crítica, porque las mafias enquistadas en el poder político no quieren dejar ese lugar dándole cabida al ganador de las recientes elecciones, el tibio socialdemócrata Bernardo Arévalo, por miedo a ser enjuiciadas por sus fechorías (la corrupción alcanzó límites inimaginables). Si el presidente electo es apoyado por ciertos sectores de la oligarquía y por el gobierno de Estados Unidos, aunque, sin dudas, sea «más presentable» que los «impresentables» del actual Pacto de Corruptos, no se pueden esperar cambios sustanciales para el gran pobrerío, indígena o mestizos pobres. Bienvenidos los aires renovadores, pero la democracia formal es más ilusión que otra cosa. Como se dijo vez pasada en algún post en redes sociales: «Después de los tibios progresismos, que nada cambian, viene el fascismo. Ahí está Bolsonar
o». ¿Habrá que agregar ahora: ahí está Milei?
Es evidente que estas democracias solo sirven para mantener el statu quo. Es decir: sirven para mantener un 15 por ciento de la población global que vive sin demasiadas penurias (trabajadores del Primer Mundo y algunos bolsones en el Sur global), y el ostentoso lujo inaudito e inmoral de un pequeñísimo grupo de privilegiados (0.0001 por ciento de la población mundial) que se siente dueño del planeta (un automóvil Rolls Royce de 28 millones de dólares, un reloj Patek Philippe Grandmaster Chime de 28 millones de euros, una suite en el hotel más lujoso de Las Vegas de 100 mil dólares la noche), decidiendo el destino de la humanidad. ¿Eso es la democracia? Los seres humanos necesitamos «ilusiones», esperanzas; el rito del sufragio periódico nos lo ofrece.