“Viajar ilustra”, reza una sabia sentencia popular. En efecto, conocer otros ámbitos geográficos e históricos, otras maneras de ser y pensar, distintas formas de soñar e imaginar, constituye la clave educativa para edificar una cultura de la paz y la tolerancia. Admirar lo extranjero no presupone desvalorizar las costumbres propias; al contrario, una acertada y objetiva ponderación de nuestras múltiples riquezas como país es una plataforma ideal para aprender a valorar los tesoros (literatura, danza, música, paisajes, gastronomía, convivencia social, etc.) que fructifican en otras latitudes. Desde esta perspectiva, tan malo es el nacionalismo patriotero como nocivo resulta el chovinismo vende patrias. Gracias a una cosmovisión humanista se vuelve posible superar las limitaciones propias de todo individuo: mediante una apertura de mente y corazón que nos permita disfrutar los valores y las virtudes que florecen en los pueblos del mundo. Debido a ello es importantísimo reconocer que la esencia humana, siendo universal, también se despliega por doquier a través de infinidad de expresiones creativas y luminosas. Visitar, pasear, investigar y descubrir otras cotidianidades, ciertamente se traduce, por un lado, en una forma excelente de auto-educación, y por el otro, en la mejor manera de tejer esos lazos civilizatorios que conforman la mejor vacuna contra la xenofobia, el racismo y otras actitudes típicas de la intolerancia.
GAUGUIN O LA LÍRICA COSMOPOLITA
Gauguin (1848-1903) abreva artísticamente de la estampa japonesa y las vidrieras góticas. Por su parte, él fecunda a la pintura intimista de los Nabis, a los expresionistas y fauvistas, al intenso lirismo de las primeras abstracciones (Kandinsky y Klee) y a esa contagiosa alegría existencial que tanto paladeamos en Matisse.
¿Qué más debe decirse de este genio tan extraordinario como extravagante? Que estamos ante una biografía novelesca: hijo de una madre de sangre española-peruana que no sólo lo maltrata sino que pronto lo deja encargado; huérfano de un periodista francés, quien muere durante el traslado de la familia a América; nieto de Flora Tristán, ilustre pionera del socialismo y el feminismo; hombre de múltiples oficios: marinero, agente exitoso de la Bolsa de Valores, coleccionista de arte y escritor de altos vuelos literarios (sobre todo en su Diario y en sus cartas, más que en sus fallidas ficciones); aventurero contumaz en busca de idílicos paraísos naturales, ya fuere en la Bretaña y la Provenza francesas o en tierras lejanas: Panamá, Martinica, Tahití y las Islas Marquesas; crítico furibundo de una civilización occidental cada vez más materialista, individualista, depredadora y enajenante; esposo de una danesa de clase acomodada –Mette Gad– que nunca comprende ni valora su vocación y su talento artísticos, madre de sus cinco hijos europeos (a quienes el pintor abandona con tal de seguir sus sueños); artista maldito que, para dedicarse en cuerpo y alma a su oficio, cambia su cómoda vida burguesa y urbana por la marginación y la pobreza que experimenta en el entorno salvaje y primitivo del Pacífico Sur, donde se pelea con las autoridades coloniales, con los representantes de la Iglesia católica y con los propios nativos.
Luego de sufrir las consecuencias de su carácter conflictivo y de encajar el amargo desengaño producto de su candorosa mitificación del mundo indígena, Gauguin fallece a los 54 años a causa de una miríada de dolencias: los efectos de su vida viciosa y crapulosa en Oceanía (tuvo tres esposas y numerosas amantes adolescentes, casi niñas), las derivaciones de una sífilis mal cuidada (agravada por una pésima alimentación y la lepra), las secuelas perniciosas de una vieja herida en la pierna que le supuraba y le hacía cojear, y el latigazo demoledor de las penurias y deudas que finalmente se añaden a la incomprensión y hostilidad padecidas por el artista en ese anhelado edén polinesio que a la postre se convierte en un infierno y en su tumba.
En la clase pasada, al revisar la vida y obra de Paul Gauguin, apuntamos dos directrices que vale la pena tener en cuenta como contexto histórico-filosófico de cara a nuestra próxima sesión del curso, donde podremos admirar de manera pormenorizada la propuesta estética del pintor francés, misma que irradia un haz luminoso de original fantasía, invención plástica, colorido vehemente e invencible afán de atisbar la felicidad.
A. La búsqueda de la utopía
No existe sociedad humana que no haya estado obsesionada por la edificación de un paraíso terrenal, por encontrar un modo amable y perdurable con el cual tejer los lazos comunitarios. Los mitos y los ritos, los dioses y los héroes, el arte y la religión, las estructuras jurídicas y las ideologías políticas, todo ello testimonia la preocupación de la humanidad por extinguir la intrínseca conflictividad que nos caracteriza como especie. Deseamos acabar con el Mal que nos carcome: la injusticia, la crueldad, la opresión, los abusos, la discriminación, la criminalidad, etc., y por ello renovamos día con día el sueño de construir sociedades armónicas en el futuro. Por quiméricos que sean estos nobles ideales, estaríamos la mar de desolados sin las reconfortantes teorías utópicas de Platón, Bacon, Moro, Campanella, Fourier, Marx… Según Gauguin, adscrito a la visión rousseauniana del “buen salvaje”, un mundo libre, pródigo y venturoso se encontraría en los lugares más alejados de la civilización occidental. Craso error: para fines del siglo XIX ya todo el orbe se halla bajo la dominación colonialista de las grandes potencias imperialistas, las cuales dejan en las tierras conquistadas tanto su legado bienhechor como sus gravosos lastres. Y la Polinesia Francesa no constituía una excepción. Aún más: tal como él mismo lo corrobora al pelear con tirios y troyanos, con los colonos y los nativos, la bondad o la vileza del alma de los individuos no es un asunto que se determine en virtud de la pertenencia a ciertas razas, etnias, culturas, religiones o grados de progreso tecnológico, sino que depende de un conjunto complejo y diverso de factores en donde se vuelve esencial la carga peculiar de “buen corazón” con la cual nacemos y que debemos cultivar y ofrendar a nuestros congéneres.
B. La evasión de uno mismo
Los fugitivos contumaces, a la manera de Gauguin, suponen que basta con cambiar de escenario geográfico (París, Pont-Aven, Martinica, Panamá, Arlés, Thaití, Hiva-Oa) para así dejar atrás la zozobra que les acongoja. Surge entonces el espejismo de que sólo rompiendo radicalmente con el pasado, la familia, la cultura propia y las costumbres heredadas, se vuelve posible descubrir el camino hacia la expiación personal y la realización creativa. ¡Pamplinas! Gauguin, al cambiar de ámbitos, únicamente traslada sus propios demonios internos de un lugar a otro. A fin de satisfacer su ego megalomaniaca, abandona sin chistar a su familia (esposa y cinco hijos), riñe hasta con sus camaradas y mecenas, deja al garete a Van Gogh en Arlés, y compra los favores de las indígenas polinesias que le sirven de amantes y modelos. Ser genial no le vacuna contra ese canalla que lleva consigo a todas partes. La obra de Gauguin, empero, conforma el mejor y el más creíble de los paraísos utópicos imaginables: un universo de formas y colores que no tiene fronteras ni mucho menos restricciones, que estéticamente vehicula el placer y el saber hacia el infinito.