La Habana, 15 nov (PL) Si ha habido sorpresa en la victoria electoral del multimillonario Donald J. Trump en las recientes elecciones presidenciales de Estados Unidos, tanto o más la hay con las multitudinarias manifestaciones callejeras contra el magnate presuntamente por quienes votaron por Hillary Clinton.
Las protestas, que han sacudido a las grandes ciudades de costa a costa bajo el slogan «Trump no es mi presidente», difícilmente encuentren alguna analogía en las 44 ocasiones anteriores en las que fueron proclamados los ganadores de esas contiendas, y eso llama poderosamente la atención.
Si esas manifestaciones son representativas de los 60 millones de personas que votaron en contra de Trump, y no hay por qué dudar que no sea así, están diciendo a voz en cuello que hay una peligrosísima polarización política en el corazón del sistema capitalista mundial, no en un país cualquiera, y sus consecuencias nunca serán buenas.
La polarización política en estos casos es mucho más que la simple separación matemática de un conglomerado en dos o más partes con suficientes potencialidades de poder, que en el caso de Hillary Clinton y Donald J. Trump es más o menos 50-50 en lo que a votos obtenidos se refiere.
Pero la situación es más compleja de lo que a simple vista puede parecer, pues atañe más que a una ideología partidista, a la propia estructura del sistema que les sirve de soporte a demócratas y republicanos e incluso a sus derivaciones independientes en las que algunos analistas sitúan a Bernie Sanders y a Trump aunque en latitudes opuestas.
En esta línea de pensamiento hay bastante coincidencia en que la campaña electoral, calificada casi unánimemente de la más vergonzosa de todas, incluida la de los Bush que es mucho decir, expuso al aire los huesos deformados de un sistema político roído por una artrosis ideológica requerida de una intervención quirúrgica profunda para la cual no estaba preparada Hillary Clinton.
La ex Secretaria de Estado fue vista como la continuidad de lo mismo o, peor aún, la vía que permitiría al viejo establishment enfrentado a Trump borrar las tenues diferencias partidistas para fortalecer la cúpula de poder que tanto engordó con la globalización neoliberal a la cual aún ni siquiera pretenden renunciar y que tanto daño ha hecho al ciudadano común.
Esa élite demócrata y republicana no tomó en cuenta que los más de treinta años de crisis económica actuaron como una piedra de esmeril en la mayor parte de los sectores de una sociedad estadounidense con ingresos muy desequilibrados e insuficientes para cubrir las necesidades básicas actuales, ni que estaba requerida de cambios conceptuales frente a una globalización neoliberal que los marginaba mientras hacía multimillonarios a los millonarios.
Mucho menos repararon en el desgaste de sus instituciones financieras, administrativas y comerciales como los tratados de libre comercio, bases del neoliberalismo y la globalización, que cedieron espacio a un sistema de poder hecho para multiplicar de manera incesante e imparable la concentración del capital, fueran sus beneficiarios demócratas o republicanos.
A fortalecer esos criterios contribuyeron en extraordinaria medida los medios de comunicación, cuya mayoría aplastante dio la espalda a Trump en concierto con los demás poderes a fin de garantizar el estatus quo en el que se movían ambos partidos y no correr ningún tipo de riesgo con un Trump impredecible, amenazador y ególatra.
Pocos, o nadie de ellos, aceptan que la campaña electoral transcurrió en medio de un deterioro progresivo de la democracia nacional agudizado desde el año 2000 con el denominado golpe de Estado de George W. Bush, cuando la Corte Suprema de Justicia suspendió el conteo de votos en Florida y le dio la victoria.
Esa situación se convirtió en crisis del espíritu con la presunta lucha contra el terrorismo usada por Bush para sus guerras por el petróleo y habilitar la tortura, crear el campo de concentración en la base naval de Guantánamo en Cuba, autorizar el asesinato selectivo, el uso de drones, las intervenciones militares en Afganistán, Irak, Libia y Siria y en los propios Estados Unidos restringir los derechos civiles mediante la falacia de una Ley Patriótica y el espionaje.
Barack Obama, primer presidente negro del gran imperio blanco, se desdobló rápidamente al ingresar en la Casa Blanca y convirtió él mismo en papel mojado todo lo que había proclamado como candidato, al punto de convertirse en el presidente que más guerras encabezó, que más gente desplazó de sus hogares, que más emigrantes expulsó y quien más ha deshonrado su inmerecido Premio Nobel de la Paz.
Fue un mandatario al servicio de un poder blanco que lo colocó en las antípodas de sus iguales de etnia.
Todo eso, y mucho más, es lo que representaba Hillary Clinton- tanto por su apoyo a Obama como por sí misma con su intervención personal en los ataques a Libia y Siria- para la mayoría de los votantes que sufragó por Trump, quien, a sabiendas que ir en contra de ese panorama era su garantía para el triunfo, lo aprovechó a sus anchas y con desenfado sin importar si lo hacía de forma chabacana e inculta e incluso hasta grosera, al extremo de quedar solo, sin el apoyo de su partido ni de la gran prensa y, por supuesto, sorteando los cañones del establishment, que no dejó ni un segundo de descargarle toda su artillería. Al final, todo obró a su favor.
¿Significa eso que Donald J. Trump es el antiestablishment por antonomasia? ¿Es el Satán del sistema en quiebra? Nada más lejos que ello.
El magnate inmobiliario interpretó su rol del «contra» como hacía antaño frente a las cámaras de TV y fue fiel a un guión bien redactado para meterse entre pecho y espalda de quienes pedían un cambio y no eran escuchados, aunque ese cambio se produjera en el filo del abismo extremista de un imperio en precario debilitado por sus crisis pero sumamente fuerte y poderoso todavía, y muy peligroso. Pero de ahí a que Trump sea la causa de la disfunción sistémica de Estados Unidos, hay un gran trecho. Sí se puede decir, en cambio, que su elección como presidente es una consecuencia de la degradación política, ideológica, moral y ética de un coloso con graves síntomas de agotamiento.
Algunos analistas se aventuran a especular que las marchas contra Trump se iniciaron estimuladas por sectores derrotados del viejo establishment, algo muy difícil de probar y además peligroso por lo que significa tantos miles de personas en la calle cuando hay un equilibrio tan exacto entre quienes lo votaron y lo vetaron.
Pero más importante es mantener las expectativas más allá del 20 de enero cuando sea proclamado el 45 presidente de la Unión, y empiece a develar su verdadero pensamiento, y que sus discursos dejen de ser filigranas y actuaciones como hasta ahora, aun cuando sus brutales amenazas xenofóbicas y sus explosivos criterios de recuperar a plenitud la hegemonía mundial, las sigue manteniendo después de las urnas y tienen al mundo en vilo.
No es ocioso recordar que el próximo año Trump va a disponer de un presupuesto militar de 583 mil millones de dólares cuando la militarización de Estados Unidos sigue marchando aceleradamente, y que las acciones de los fabricantes de armas que negocian con el complejo militar-industrial subieron en lugar de bajar, cuando en la bolsa se conoció que Trump había ganado.
Incluso las acciones del proveedor británico de armas BAE Systems y la firma de electrónica de defensa Thales aumentaron en un 3%, según eldiario The Wall Street Journal a pesar de las inquietantes críticas de Trump a la OTAN, en una dramática recuperación después del nerviosismo inicial en el mundo bursátil.
Tampoco se debe olvidar que Trump es un multimillonario que figura en la lista de los privilegiados, con un capital personal declarado por él de 10 mil millones de dólares -algunos se lo reducen a cuatro mil millones- y que hasta ahora su acción no es para demoler el sistema por mucho que lo odie o lo rechace el viejo establishment, sino reacomodarlo, perfeccionarlo, modernizarlo para regresar a la época de oro después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) cuando Washington estaba en alza y no en declive como ahora, ni compartía el poder con sus aliados como en la actualidad hace con los países del G-7.
Al menos ya Trump le saca una cabeza de ventaja a las élites de los dos partidos: fue electo presidente de Estados Unidos viniendo de la nada, y no solamente derrotó al partido Demócrata sino también al Republicano al convertirse en el primer rebelde que la poderosa cúpula partidista no ha podido derrotar ni antes, ni en las primarias, ni después de éstas con lo cual reveló una seria grieta en la base de un partido que lo despreció, a la vez que también ha quebrado y resentido los cimientos de un establishment demasiado achacoso para el gusto y las ambiciones faraónicas de Trump.
¿Se resiente el establishment con la elección de Trump?
Por Luis Manuel Arce Isaac