San Salvador (PL). La reciente celebración del Día Internacional de la Croqueta -16 de enero- invita a conocer más sobre esta socorrida elaboración popular, pero con un pasado aristocrático que justifica el calificativo de «reina de las tapas».
Se dice que la croqueta original fue una trufa con molleja de ave y crema de queso servida en la corte de Luis XIV, rey de Francia. Las cubría un empanizado que le daba la textura crujiente, o crocante, de la cual derivó su nombre: croqueta.
Aquel manjar que encantó al Rey Sol renació en enero de 1817, cuando el cocinero galo Marie-Antoine Cámere agasajó al archiduque Nikolay de Rusia y al príncipe regente de Inglaterra con una espesa salsa bechamel de cobertura crujiente.
A finales de ese siglo, monsieur Auguste Escoffier, considerado el padre de la cocina tradicional francesa, consagró este plato en sus textos culinarios y así contribuyó a su popularidad.
Muy pronto, las «croquettes à la royale» salieron de las cortes y llegaron a las mesas más humildes de la vieja Europa, y en cada destino se adecuó a los hábitos y recursos existentes.
Así, en su natal Francia le llaman croquette, en los Países Bajos kroket, en Hungría krokett y en Japón korokke.
En Italia la crocchetta tuvo un ancestro en tiempos del Imperio Romano, cuando el puré de papa cumplía la función aglutinadora de la bechamel.
Sus ingredientes varían según la disponibilidad y las ganas de inventar.
En España, por ejemplo, la croqueta fue pionera de la llamada «cocina del aprovechamiento», pues elaboraban su masa con sobras de cocidos, y una sazón más levantina y aromática.
Sin embargo, las croquetas españolas triunfaron como tapas, ese bocado que antaño servía para cubrir las botellas e impedir que escapara el espíritu del vino, y que ha devenido emblema de la gastronomía ibérica.
En su precursor recetario La cocina española antigua (1913), Emilia Pardo Bazán contrapone la croqueta francesa («enorme, dura y sin gracia») con las croqueticas españolas, que «se deshacen en la boca, de tan blandas y suaves».
«Casi siempre que se le pregunta a una cocinera qué filigranas sabe hacer, responde que croquetas, aunque suele pronunciar cocieras, crocretas o cloquetas», escribía Pardo Bazán.
La croqueta acepta desde un elitista jamón ibérico hasta el más insípido tofu, pero también chocolate, pollo, pescado e incluso saborizantes concentrados, a falta de carne.
Para muchos, el secreto de este «manjar frito que se prepara con arte y regularidad para la sartén», como describía Pardo Bazán, radica en freírlas por tandas y en aceite bien caliente.
Francis Paniego, chef con dos estrellas Michelin y fama de servir las mejores croquetas de España, recomienda freírlas en cazuela con abundante aceite, y elaborarlas con una bechamel ligera.
En su caso, usa harina sin gluten y deja reposar la masa 12 horas en una nevera, sobre una base de mantequilla, pero ya eso es alta cocina.
Los humildes mortales apreciamos los cánones sibaritas, pero igual disfrutamos las croquetas proletarias y pegadizas, apiladas en un plato, arrinconadas en una cajita de cumpleaños o asomada entre dos tapas de pan.
Humildes y deliciosas, las croquetas son fáciles de hacer, consienten al paladar, entretienen al estómago y tienen pocas contraindicaciones: jamás las caliente en microwave…
Puede ser un pecado explosivo…
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