México, 7 feb (PL) Cuando el expresidente de México Vicente Fox fue acusado de permitir bajo su gobierno el huachicoleo, saltó como un resorte y dijo tajante: en mi época no existía esa palabra.
Puede que sea cierto y parece casi seguro que en aquel sexenio (2000-2006) al robo de gasolina que se sustraía por las 887 perforaciones clandestinas hechas a las tuberías de Pemex bajo su gobierno, no se le nombrara tan pintorescamente.
No se trata de dejarse arrastrar por el interés de Fox de convertir el asunto en un tema semántico y robarle contenido a la denuncia, pues el robo de combustible es demasiado fuerte y con más aristas que las de un puercoespín, todas ellas peligrosas en demasía.
Lo cierto es que la palabrita parece surgida del ingenio popular de hace muy poca data, y aunque se hurga en sus orígenes como el mono en su pelambre, es casi imposible dar con ellos.
La versión generalmente aceptada está relacionada con el alcohol -el bebestible, el etílico, o sea, el que emborracha-, pues según los cuenteros los taberneros de entonces adulteraban el tequila o el ron, y aunque lo vendieran a más bajo precio para atraer clientes, le sacaban pingües ganancias.
De esa forma, al alcohol adulterado comenzaron a llamarle huachicol (mal alcohol, sin calidad) y a quien lo vendía huachicolero. Cuando esa práctica se generalizó y la falsificación comenzó a ganar espacio y convertirse en una industria estercolera, sucia, engañosa, surgió por extensión el término huachicoleo.
Hoy en día los tres términos se conocen hasta en los difíciles idiomas alemán, húngaro y polaco, y es muy difícil que otro término haya escalado tan alto en tan poco tiempo al reino de la palabra.
Pero hay que advertir que la escalera del huachicol para subir al cielo fue muy alta.
Desde que se instaló en el lenguaje popular se han volatilizado de México cientos de miles de millones de dólares. Según cifras de Pemex en 2018 se escaparon tres mil millones de dólares y montos anuales parecidas desde el 2000.
Las perforaciones en los ductos, el robo directo de pipas cargadas con 30 mil litros o más, e incluso el robo directo desde el pozo en alta mar, o de las refinerías hacia buques atracados en los puertos, convirtieron al huachicoleo en una poderosa empresa ilegal pero tolerada, paralela a Pemex.
Baste un simple dato de la propia Pemex: en el gobierno de Vicente Fox se registraron 887 tomas clandestinas, durante el de su sucesor Felipe Calderón cuatro mil 701, y con la última de Enrique Peña Nieto, 41 mil 502. En diciembre y enero se robaron 800 pipas diarias en promedio con días de mil 300.
Esa escalada condujo a una nueva definición de la palabrita: huachicoleo es todo acto de corrupción que se realiza de forma impune desde el gobierno y llega por inercia hasta abajo.
En la concepción del presidente Andrés Manuel López Obrador, el huachicoleo no se limita al robo de gasolina y su venta en el mercado negro, sino que involucra al delincuente de cuello blanco, aquel que mira la hora en un Patek Philippe y firma el cheque para pagar por él hasta siete millones de pesos con una pluma de oro Mont Blanc.
Por eso la batalla contra el robo de gasolina es solo el remolino en la superficie del agua. Lo más importante es combatir lo que lo motiva, lo mueve.
Esa es la razón de lo que se ha convertido para López Obrador en compromiso:
barrer la escalera pública de arriba hacia el suelo, acabar con el huachicoleo en las alturas para evitar la gangrena abajo. En palabras sencillas, matar todos los días la bestia de la corrupción.