París (PL) Francia recibió el 2019 en plena agitación por el denominado movimiento de los chalecos amarillos, cuya amplitud y radicalización tomó por sorpresa al país y llamó de inmediato la atención a nivel internacional.
Si bien todo el año estuvo marcado por constantes protestas contra la política del presidente Emmanuel Macron, pocos podían adivinar que en las últimas semanas llegarían las jornadas más intensas protagonizadas por unos actores novedosos en la escena nacional.
Desde noviembre transportistas, choferes profesionales y ciudadanos comenzaron a salir a las calles para expresar su rechazo a la decisión gubernamental de aumentar el precio de los combustibles, vestidos con chalecos reflectantes amarillos y con acciones como bloqueos de carreteras, de depósitos de carburantes y marchas, entre otras.
La respuesta inicial de las autoridades fue similar a lo ocurrido durante el año con otras protestas: no escuchar los reclamos y emplear las fuerzas de seguridad para intentar mantener el orden.
Pero los chalecos amarillos, lejos de transigir, reforzaron la movilización y paulatinamente ampliaron sus reclamos a nuevos frentes: el aumento de impuestos en general, la pérdida del poder adquisitivo como resultado de la política gubernamental, y la reinstauración del Impuesto sobre la Fortuna, que fue eliminado hace meses por Macron.
Asimismo, comenzaron a reclamar también una reforma de la Constitución en aras de una democracia plena, y que los ciudadanos tengan la posibilidad de pedir e impulsar la realización de referendos nacionales sobre temas relevantes.
En ese contexto, el gobierno finalmente debió ceder y anunció en diciembre medidas como suspender el impuesto del combustible y un aumento del salario mínimo, pero para entonces ya era demasiado tarde a raíz de la amplitud lograda por el movimiento y la radicalidad de sus reivindicaciones.
Al iniciar el 2019, el 6 de enero se vivió el octavo sábado consecutivo de protestas en todo el país, y pese a las escenas de violencia protagonizadas por algunos grupos aislados y las fuerzas del orden, la mayoría de las acciones se desarrollaron de forma pacífica.
En este sentido, las figuras más representativas de los chalecos amarillos denuncian que las autoridades y los medios de comunicación centran su atención en esos hechos, con el fin de justificar la arremetida de los agentes y desvirtuar la esencia de las manifestaciones.
Asimismo, mientras el gobierno insiste en señalar que la movilización comienza a decaer, la primera jornada del año buscó evidenciar justamente lo contrario bajo el lema: «Mostremos que el movimiento no ha terminado».
REFLEJO DE UN PAÍS EN CRISIS
Al analizar los sucesos de las últimas semanas, analistas y académicos apuntan que el movimiento de los chalecos amarillos es el reflejo de una profunda crisis nacional y de la indignación ciudadana ante la política gubernamental.
De acuerdo con el profesor universitario Jean Ortiz, la nación gala «está sumida en una crisis global espantosa de la cual ha nacido un movimiento social inédito, histórico, quizás sin precedentes desde el Frente Popular en 1936″.
En un reciente artículo, aseveró que «habrá un antes y un después» de este movimiento en el cual gran parte de la población expresa «una ira subterránea que, mal que bien, aguantaban desde hace mucho tiempo».
De su lado, el académico Salim Lamrani aseveró que los chalecos amarillos, apoyados por el 80 por ciento de la opinión pública, «simbolizan la insurrección ciudadana de los olvidados de la República (…) que aspiran a una repartición más equitativa de las riquezas nacionales».
Los especialistas coinciden en apuntar varios aspectos que distinguen a los chalecos amarillos del resto de las manifestaciones tradicionales.
En este sentido, se señala su condición de movimiento no articulado; separado de partidos, sindicatos u otras organizaciones tradicionales; y protagonizado por ciudadanos en su mayoría ajenos a la política y que en el curso de los acontecimientos se han ido radicalizando.
«Lo más impactante son los aspectos casi insurreccionales de ese inesperado levantamiento de pobres -son mayoría en su seno-, de personas hasta hoy ajenas a las luchas, a las que nunca habíamos visto en ninguna huelga, en ninguna marcha o manifestación, y que muy pronto, en los retenes, se han politizado», explicó Ortiz.
Agregó que los participantes han aprendido a coordinarse, a autoorganizarse, a presionar a los medios de comunicación que han sido agresivos y mentirosos, al hacer énfasis «únicamente en la quema de coches, de tiendas ricas, en los desmadres de un puñado de alborotadores infiltrados en las filas del movimiento».
«Los medios dan pretexto al endurecimiento de una represión que no hace sino envalentonar a los que luchan», juzgó el profesor jubilado de la universidad de Pau. De acuerdo con sus planteamientos, los «chalecos amarillos» tienen raíces profundas: los más de treinta años de «liberalismo», de golpes de gran magnitud en contra de los servicios públicos, del poder adquisitivo, de la salud, de la enseñanza.
«Esa ola violenta de regresión social y su fracaso rotundo (pagado por los trabajadores), han acarreado cantidad de sufrimientos sociales, de pobreza (casi diez millones de personas, según los institutos de sondeo, malviven bajo el umbral de la pobreza)», indicó.
Agregó que ello ha dejado ruinas industriales de norte a sur de Francia, millones de vidas segadas, 6,5 millones de desempleados declarados, enormes fracturas y desigualdades sociales que alcanzan niveles sumamente preocupantes.
En ese contexto, las aspiraciones de los chalecos amarillos apuntan a una mayor justicia social y fiscal, apuntó Salim Lamrani.
«Los ciudadanos (…) exigen justicia social y fiscal, una democracia más participativa y el derecho a vivir con dignidad», sostuvo.