Santiago de Chile (PL) La imagen de una mujer campesina, joven e indígena, parece ser el peor rostro de la pobreza en América Latina, donde en 2018 el 29,2 por ciento de sus habitantes vivían en esa condición y el 10,2 subsistían en la miseria extrema.
Esos porcentajes equivalen a 182 millones de pobres y 63 millones en condiciones de máxima penuria, según las previsiones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) publicadas recientemente por esa entidad de las Naciones Unidas como parte del informe sobre el panorama social en la región.
Las cifras de la Cepal evidencian que también dentro de los millones de personas que engrosan las filas de los menos favorecidos existen profundas brechas: en las zonas rurales la pobreza es 20 puntos porcentuales mayor que en las ciudades y la pobreza extrema afecta al 20,4 por ciento de la población que habita en el campo.
Los indígenas, que constituyen en algunas sociedades latinoamericanas un sector poblacional significativo, son los más golpeados por la pobreza, en la cual sobrevive el 51 por ciento.
Según Alicia Bárcena, directora general de la Cepal, se aprecia en América Latina entre 2011 y 2016 un crecimiento del gasto social en las estrategias nacionales de varios países, pero ello no ha sido suficiente para una disminución efectiva de la pobreza y la extrema pobreza, cuya tendencia es a crecer, y en cambio, se tiende al estancamiento en esos gastos, que incluyen vivienda y servicios comunitarios, salud, educación, protección del medio ambiente y seguridad social, entre otros.
El estudio de la Cepal, para definir los niveles de pobreza y extrema pobreza, se basó en los ingresos de la población, y en ese sentido sacó a la luz también serios problemas en el comportamiento del mercado laboral y los salarios.
Ello obedece a que entre quienes tienen trabajo remunerado, la tercera parte se desenvuelven en actividades informales y por tanto carecen de beneficios sociales y más de la mitad de la población no cotiza en los sistemas de pensiones, por lo cual su situación se tornará extraordinariamente precaria cuando lleguen a la vejez.
En tanto, según los datos de los 18 países contemplados en el informe de la Cepal, el 42 por ciento de los trabajadores percibe ingresos inferiores al salario mínimo vigente en esas naciones, y una vez más los más afectados son las mujeres y los jóvenes.
Entre ellas, 49 de cada 100 están en esa condición, y peor aún lo llevan los jóvenes pues el 56 por ciento gana menos del mínimo establecido, pero si se es mujer y joven al mismo tiempo, más del 60 por ciento se desempeñan en empleos de baja calidad y con ingresos insuficientes.
Y el problema no es coyuntural sino raigal, pues en sociedades tradicionalmente machistas como las latinoamericanas la mujer permanece relegada a pesar de los avances logrados por los movimientos feministas en las últimas décadas y el empoderamiento que le han brindado los gobiernos más progresistas de la región.
Precisamente, el estudio dedica un capítulo a la autonomía económica de la masa femenina ante los retos que implican los cambios en el mercado del trabajo como resultado del desarrollo tecnológico.
Ellas tienen menos posibilidades de participar en el mercado laboral por la enorme carga que implican las labores domésticas no remuneradas, su tasa de actividad es 24,2 por ciento menor a la de los hombres, al tiempo que se les hace más difícil encontrar empleo.
Todo ello con el agravante de lo que la Cepal califica como segregación ocupacional de género, pues más de la mitad de las latinoamericanas y caribeñas están empleadas en puestos de baja calificación, además de que en prácticamente todas las ramas perciben menores salarios que los hombres por igual trabajo.
Y el futuro no parece ser muy halagüeño para la gran mayoría ante los profundos cambios tecnológicos que están ocurriendo en la economía de muchas naciones.
Al respecto, Alicia Bárcena señaló que los cuidados hogareños, comercio e industria manufacturera concentran poco más del 61 por ciento de la fuerza laboral femenina, pero los dos últimos reúnen actividades que demandan pocos conocimientos y con gran concentración de tareas rutinarias, por lo que son proclives a la introducción de procesos automatizados, con los consiguientes riesgos de desempleo.
No ocurre así con las ocupadas en actividades hogareñas y del cuidado de personas de la tercera edad, que con los cambios demográficos marcados por el envejecimiento poblacional posiblemente demanden más fuerza de trabajo, y dada su naturaleza resulta casi imposible que irrumpa allí la automatización.
Pero esa potencial fuente de trabajo no demanda gran calificación y se caracteriza por bajos salarios, carencia de garantías y de seguridad social, por lo que ellas parecen estar condenadas a seguir relegadas y siendo mayoría entre los sectores más pobres.
Un panorama nada esperanzador para un continente donde parecen avanzar fuerzas políticas para las cuales cambiar la situación actual de la mujer, los jóvenes, los campesinos y los indígenas no figura entre las prioridades.